Periodista y editor. Ganador del Premio Gabo 2018 categoría texto. Recibió el Premio Ortega y Gasset 2016 a Mejor Historia o Investigación Periodística, y el Premio Nacional PAGE 2015 de Periodismo Ambiental creado por la ONU. Fue nominado al Premio Gabo 2015 en la categoría Texto, y escogido en 2012 por la FNPI como parte de la nueva generación de Nuevos Cronistas de Indias. Fue subeditor de las revistas Etiqueta Negra y Etiqueta Verde.
Graduado en Comunicación Social por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Tiene un máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra en Barcelona. Recibió la beca Ochberg 2018 del Dart Center for Journalism & Trauma de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York. Es profesor de Periodismo Literario en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.
Vive y trabaja en México D.F. Estudió Artes Plásticas en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado “La Esmeralda” en México D.F. y en la Pontificia Universidad Católica del Perú en Lima. En el 2016 participó en la 32º Bienal de Sao Paulo, Brasil y en el programa In Situ del Museo de Arte de Lima (MALI). Sus más recientes exposiciones individuales incluyen: Con tus propias manos, Fundación Joan Miró, Barcelona, España, (2014); Endless openess produces circles, Kunsthalle Basel, Suiza, (2014); David, Sala de Arte Público Siqueiros, México D.F., (2012); Piso porque creo en el suelo, Museo de Arte Moderno, México D.F., (2012); He decidido bifurcarme, Centro Cultural Border, México D.F., (2011).
Cuando sus mujeres comenzaron a darles la espalda en la cama y dejarlos sin sexo por no traer suficiente comida a casa, los kichwas del río Tigre descubrieron el cambio climático. No era que se hubieran vuelto menos hábiles con la escopeta. Sucedía que la selva que los rodeaba, la misma que creían entender, se había vuelto incomprensible.
Ya no podían predecir la lluvia como antes, usando la sabiduría heredada de sus padres y abuelos, quienes sabían leer el modo en que los insectos se ocultaban entre las hojas caídas cuando estaba por estallar el cielo. Ventarrones fríos y tormentas de tres días ocurrían cuando no debían suceder. Algunos animales morían ahogados por las inundaciones. Los que escapaban del agua no podían conseguir alimento y huían cada vez más lejos, hacia las zonas más altas del monte.
Selva adentro, en la frontera entre Perú y Ecuador, el clima imprevisible obligaba a los cazadores kichwas a refugiarse y esperar. A veces la lluvia para muy poco. En varias de sus incursiones sólo conseguían una lastimosa cantidad de carne para traer bajo el brazo. No estaban ni cerca de cumplir con la pascana, esos ocho kilos de cuota extra que su cultura les obliga a traer de regalo a sus esposas después de cada cacería.
Silverio Isampa —un abuelo flaco, de talla mediana, bigote entrecano y ojos achinados— ya ni recuerda la cantidad de veces que debió volver a su casa sin poder entregar a su esposa la ofrenda que prescribía la ley no escrita. Lo que sí recuerda Silverio, el mejor cazador de la comunidad 28 de Julio, es el día en que su mujer lo regañó: «Si no traes nada, dormirás afuera».
No era algo menor. El ritual de los kichwas exige que una semana antes de cada cacería deben cumplir con un estricto ayuno sexual y cuando se internan en el monte pueden pasar hasta un mes sin regresar. A otros cazadores les pasó lo mismo. Las mujeres kichwas, que llevan la casa y mantienen los cultivos en las chacras, no estaban dispuestas a conformarse con la excusa de la mala suerte.
Silverio Isampa ya era un hombre sereno y entrado en años, pero la abstinencia obligada había cambiado el humor de los más jóvenes. Sin carne y rechazados por sus esposas, los varones de la aldea comenzaron a preocuparse en serio.
* * *
La relación de los kichwas con la selva es tan antigua como su linaje, pero la lengua que hablan no es la de siempre. Fueron los misioneros españoles los que llevaron el kichwa de la sierra a varios pueblos indígenas de la Amazonía, incluida la selva norte de Loreto, donde vive Silverio Isampa. Las palabras que usaban sus ancestros más remotos para nombrar animales y plantas se mezclaron con las importadas. Hoy, todavía hay quienes se llaman a sí mismos runa: personas.
Los conflictos limítrofes entre Perú y Ecuador, que en 1941 se habían transformado en una guerra abierta, afectaron a los habitantes de la selva. Los primeros kichwas llegaron desde el Ecuador huyendo de las escaramuzas militares en la frontera. Cuando la guerra terminó, los kichwas que migraron en los años cuarenta y cincuenta decidieron quedarse. Esta selva hecha de pantanos, meandros, caudales poderosos y rebosante de animales podía ser un buen hogar.
Silverio Isampa era apenas un niño cuando sus mayores estaban aprendiendo a entenderse con esta nueva franja de naturaleza para atrapar su comida. Se internaban en el monte durante semanas. Caminaban hasta dos días seguidos sin detenerse a dormir. Olían las huellas en el barro para calcular cuán cerca estaban sus presas. Construían chozas improvisadas con hojas de palmeras y esperaban adentro hasta que los animales se asomaran. Poco a poco pudieron gobernar esa nueva tierra tan bien como el bosque del que venían.
Esa vida dejó de ser la misma con los años. El primer cambio se dio cuando empezaron a llegar cazadores de Iquitos, traficantes de animales exóticos y taladores ilegales de madera. Algunos kichwas dejaron la vida tradicional y trabajaron para estos forasteros, aunque lo que de verdad afectó a la comunidad fue que la cantidad de animales comenzó a disminuir. Primero lentamente. Después, cuando el clima ya había empezado a mutar por la acción de las personas, llegó la escasez de carne de caza y la huelga de las mujeres de los cazadores.
No importaba que se bañaran con el agua de corteza de un árbol medicinal doce veces para purificarse antes de cada salida. No había resultados. La cacería era el corazón de su cultura. ¿Qué iba a pasar con ellos si todos los animales seguían alejándose o eran exterminados por las crecientes del río?
Silverio Isampa y un centenar de cazadores kichwas entendieron que debían hacer algo antes de que fuera demasiado tarde.
Se enteraron de que se había empezado a crear una zona protegida con un área casi tres veces mayor que la ciudad de Lima, para que las especies de plantas y animales de esa zona pudieran ser preservadas. En los papeles se llamaba Reserva Nacional Pucacuro, pero eso no quería decir nada si los cazadores kichwas no la adaptaban a su modo de vida. Así que lo hicieron.
Empezaron a cazar sólo tres veces al año respetando las temporadas de apareamiento de los animales y redujeron la cantidad de carne a 100 kilos por cazador en cada una de las salidas. Parece mucho, pero desde su hogar, una cabaña de madera de unos 20 metros cuadrados construida junto a unos aguajales, Silverio Isampa, dando un sorbo al masato, esa fresca bebida que nace cuando hacen fermentar la yuca, recuerda la época en que los cazadores de su comunidad cargaban cientos de kilos de carne en sus canoas. Era carne de cualquier animal que se les pusiera a tiro de dardo, flecha o carabina. Ahora dejaron de cazar monos, felinos, mamíferos acuáticos y tapires, que ellos llaman sachavacas. Se limitaron al sajino (chancho de monte), al venado rojo, al lagarto blanco, y a un roedor que en Loreto se conoce como majaz.
Después de cinco años de intentar ese camino, aseguran, los animales han vuelto a ser casi tan abundantes como hace medio siglo.
* * *
Dicen los ancianos kichwas que a un buen cazador se le reconoce por las palmas de sus manos. Las de Silverio Isampa tienen la piel callosa y áspera, resistente como el cuero. Un archipiélago de minúsculas cicatrices dan cuenta de cinco décadas de batallar contra las bestias del monte. Tiene 63 años encima, pero nadie lo ha superado en puntería a la hora de disparar una escopeta calibre 16. El arma con la que mejor se entendía, sin embargo, era la pukuna —una cerbatana larga como un mango de escoba— para derribar aves, sachavacas y monos con dardos envenenados. El mejor cazador de 28 de Julio también es diestro con el machete para destazar lagartos, el anzuelo para pescar carachamas —ese pez amazónico con ventosa en vez de boca, de la familia de los peces gato— y el arco para cazar añujes, un roedor amazónico del tamaño de un perro faldero. Fue tensando su arco que se hizo su primera herida de caza, un corte recto y profundo, muy cerca del dedo índice de la mano izquierda. Tenía diez años y estaba aprendiendo de su padre los secretos de ser un hombre.
Todas esas heridas, la primera y las que le siguieron, son como medallas de honor para los kichwas.
—Si no sabes atrapar tu comida no sirves —ríe Silverio, incluso cuando cuenta la historia del enfrentamiento con el felino que casi le cuesta la vida. Ahora el tigrillo es su ícaro, un espíritu protector que le dota de habilidad y lo protege de las envidias de otros cazadores no tan buenos como él. Pero como el clima, dice, está cada vez «más loco», todo ese conocimiento y protección ya no es suficiente.
A su manera, los hombres y mujeres de la Amazonía, que aprendieron a guiarse por los ciclos de la luna y de las lluvias para sus cosechas, intuyeron desde hace tiempo lo que los científicos hoy advierten. El Tyndall Center de Reino Unido, uno de los centros de investigación climática más importantes del mundo, asegura que el Perú es el país más vulnerable al cambio climático, después de Bangladesh y Honduras. Ese dato no solo es alarmante, sino que supone una cadena de noticias mucho peores para quienes viven en las montañas y las selvas —gente como los kichwas, que depende de la tierra, los bosques y ríos— que para los habitantes de las ciudades.
Por eso a Silverio la fama de ser el mejor cazador de su aldea no le evita el esfuerzo, sino todo lo contrario. Hay que mantener el lugar que se ha ganado a fuerza de cicatrices. Así que se ha levantado al amanecer para afilar sus anzuelos. En unas horas saldrá con un vecino suyo a traer carne para su despensa. El sol brilla con intensidad entre los aguajales y los árboles de mamey. En su morral ya tiene empacado un poco de plátano asado y masato que le ha preparado su mujer y unos cartuchos de escopeta. Un cuchillo siempre descansa en su bolsillo.
—Acá en la montaña, el que no sabe cazar se vuelve haragán —advierte, y se ríe de nuevo.
Dice que ahora Ramón, su primogénito, quien aprendió a cazar a los doce años derribando una paloma con su escopeta, será su sucesor. Las manos de su hijo ya tienen tantas marcas como las suyas.
—Él va a ser mejor que yo, porque está estudiando.
Ramón también le ha explicado lo que en realidad está ocurriendo con los cambios en las lluvias, los animales y el bosque.
Hubo un tiempo en que Silverio creía que estos «males» en la selva eran un castigo de Dios.
Hoy sabe que el clima ha enloquecido por obra del hombre.
Historietista y artista visual. Ha publicado las novelas gráficas Islas, ganadora del I Concurso de novela gráfica Editorial Contracultura (2010) y Estética Unisex (2015), reeditada en Colombia en el 2017. Su trabajo ha sido incluido en diversas revistas y antologías de cómic internacionales y ha participado como invitado en festivales de cómic e ilustración como Comicópolis (Buenos Aires, 2013) Viñetas Con Altura (La Paz, 2014) Entreviñetas (Colombia, 2015-2017), entre otros.
Investigadora del Instituto de Investigaciones de la Amazonia Peruana. Doctora por la Universidad de Leeds, Reino Unido, con más de diez años de experiencia en la investigación de los bosques amazónicos. Mi trabajo de investigación enfoca en la botánica, la ecología de plantas y la dinámica de los bosques tropicales. Asimismo, estoy interesada en entender los procesos ecológicos e históricos que determinan la distribución de especies amazónicas. Tengo amplia experiencia en inventarios florísticos, inventarios de carbono, determinación de especies arbóreas, manejo de colecciones biológicas (herbario y arboreto), procesamiento de datos moleculares, filogeografía y genética de poblaciones. Formo parte de la Red Amazónica de Inventarios Forestales (RAINFOR) que realiza trabajos de investigación en el ciclo del carbono a nivel de Amazonia continental. Tengo experiencia en la ejecución de proyectos de investigación, y en la redacción y la evaluación de artículos científicos para revistas nacionales e internacionales.
Ilustración por:
Liliana López
Fotos por:
Diego Pérez
Chupaderas, humedales, aguajales, pantanos y varillales. Las semejanzas y las diferencias entre estos ecosistemas, esenciales para las comunidades amazónicas, y para todos los que vivimos lejos de la selva
En la selva los conocen como “chupaderas”. Aunque los científicos e investigadores preferimos el término internacional, turbera, el nombre local no es exagerado: cuando uno camina por estos humedales amazónicos, además de lidiar con el agua y los insectos, tiene que hacer grandes esfuerzos para no perder sus botas en el suelo fangoso.
Su fama, quizá por eso, no es la mejor. Pero estos humedales, además de estar saturados de agua casi todo el año, son capaces de almacenar grandes cantidades de materia orgánica parcialmente descompuesta en el suelo —una sustancia conocida como turba—. Aún así, no todos son iguales. En la Amazonía, por ejemplo, hasta el momento se han identificado tres tipos de humedales capaces de acumular turba: los aguajales, los pantanos abiertos y los varillales hidromórficos (Draper et al., 2014).
En los últimos años, como investigadora del Instituto de Investigaciones de la Amazonía Peruana (IIAP), he estudiado varios de estos ecosistemas. Hace doce años, por ejemplo, comencé a realizar inventarios florísticos —junto al técnico de campo Jimmy Vega y la tesista Massiel Corrales— de los humedales de Loreto. Antes de empezar el registro, exploramos varios aguajales y bosques inundados estacionalmente en el distrito Jenaro Herrera y la Reserva Nacional Pacaya Samiria. Finalmente, establecimos nuestra primera parcela forestal en un aguajal de la laguna Yanallpa (hoy tenemos 69, en distintos lugares de la región).
El trabajo allí fue muy duro: pasábamos días enteros mojados, caminando en el agua y tolerando sanguijuelas y anguilas, animales que normalmente no se ven en los bosques de altura. Sin embargo, el hallazgo de la turba (Lähteenoja et al., 2009) le dio relevancia a los estudios, y nos permitió ayudar a diferenciar los distintos tipos de vegetación; además de elaborar, más tarde, el primer mapa de turberas de Loreto —publicado en 2014—, donde detallamos la extensión de estos ecosistemas.
Así descubrimos, por ejemplo, que las turberas más extensas del Perú son los aguajales: cubren 5,5 millones de hectáreas del territorio nacional y el 97 % de ellas se encuentra en el departamento de Loreto. Estas áreas, además de acumular turba, resultan muy fértiles para las palmeras de aguaje (Mauritia flexuosa), un árbol muy valorado en la región, cuyos frutos son importantes dentro de la alimentación de las comunidades y algunas de ellas, además, los comercializan en mercados locales y regionales. Jenaro Herrera, la comunidad de nuestra primera parcela de estudio, es una de ellas. Allí, junto a Lourdes Falen, después de entrevistar a 35 pobladores para una investigación sobre las técnicas de cosecha, tuve la gratificación de descubrir que algunos de sus pobladores hacen uso sostenible de los recursos e incluso cultivan la palmera de aguaje en predios y huertas aledañas al centro poblado (Falen & Honorio, 2017).
Las segundas turberas más frecuentes de Loreto son los varillales hidromórficos. Estos ecosistemas cubren apenas 368.600 hectáreas, pero son los que tienen mayor concentración de carbono de la cuenca: en el río Tigre, por ejemplo, algunos superan los siete metros de profundidad de turba (Lähteenoja & Page, 2011). Estos espacios son la sucesión tardía de un aguajal (Kelly et al., 2017) y están dominados por especies arbóreas como la punga de aguajal (Pachira nitida), la shiringa (Hevea guianensis), una especie recientemente descrita para la ciencia (Platycarpum loretense) y, en mucho menor medida, la palmera de aguaje.
Los pantanos abiertos, por último, abarcan más de 418 mil hectáreas de Loreto. Estos ecosistemas suelen estar relacionados a antiguas lagunas. Allí, la vegetación de pantano empieza a colonizar el área y, con el tiempo, da inicio al pantano. Estas áreas tienen distintas especies herbáceas con algunos islotes con diferentes árboles y algunos aguajes dispersos.
Más allá de esas diferencias, las turberas amazónicas tienen algo en común: ofrecen diversos beneficios, entre los investigadores y conservacionistas, estos son conocidos como servicios ecosistémicos. Dentro de ellos, destacan el almacenamiento de carbono, la regulación del flujo hídrico, y una mejora en la calidad del agua —trabajan como filtros naturales—. Estos espacios naturales, además, son fundamentales para las poblaciones de la zona, pues son el refugio de diversas especies de fauna silvestre —buscadas por los cazadores de subsistencia— y proporcionan productos no maderables, como fibras y frutos, entre ellos el aguaje.
Su valor, sin embargo, no se restringe a un tema económico o ecológico. También son esenciales dentro de la cultura de muchas comunidades. El pueblo urarina, por ejemplo, se asienta en los humedales de la cuenca del río Chambira. Los habitantes de este lugar conocen muy bien las diferencias entre los humedales, saben qué árboles y plantas crecen allí y cuáles son los animales que se refugian en estos espacios. Además, tienen a algunas de las tejedoras más hábiles de la región, ellas transmiten sus conocimientos de generación en generación solo entre mujeres. Son reconocidas a nivel nacional por sus ela o cachiguango, un tejido tradicional elaborado con las hojas jóvenes del aguaje (Brañas et al., 2019).
A pesar de estos beneficios, las turberas amazónicas son espacios muy amenazados. El desarrollo de nueva infraestructura —como carreteras e hidrovías— junto a la expansión de los cultivos de la palma aceitera y arroz ha puesto en peligro a muchas de ellas. Otro aspecto que debe ser observado con atención es la creciente demanda de aguaje. Es necesario garantizar que la cosecha sea realizada de manera sostenible, sin matar a la planta madre para evitar trepar hasta sus frutos.
La destrucción de estas áreas naturales es extremadamente crítica: en el proceso, se libera el carbono almacenado en la turba, algo que aumenta la cantidad de gases de efecto invernadero de la atmósfera y acelera el calentamiento global. Por eso, la conservación y manejo sostenible de estos espacios es esencial para seguir disfrutando del bienestar que nos ofrecen.
Después de doce años, mi entusiasmo a la hora de hablar de humedales, se replica en los distintos investigadores del IIAP, los más especializados en turberas amazónicas. Ese interés es el motor que nos ha llevado a trabajar por la conservación de estos ecosistemas, en beneficio de las poblaciones de la región.
Referencias
Brañas, M. M. (2019). Urarina: Identidad y memoria en la cuenca del río Chambira. Iquitos, Perú: Instituto de Investigaciones de la Amazonía Peruana.
Draper, F. et al. 2014. The distribution and amount of carbon in the largest peatland complex in Amazonia. Environmental Research Letters, 9: 124017.
Falen, L. & Honorio, E. 2017. Evaluación de las técnicas de aprovechamiento de frutos de aguaje (Mauritia flexuosa Lf) en el distrito de Jenaro Herrera, Loreto, Perú. Folia Amazónica, 27: 131-150.
Kelly, T. et al. 2017. The vegetation history of an Amazonian domed peatland. Palaeogeography, Palaeoclimatology, Palaeoecology, 468: 129-141.
Lähteenoja, O. et al. 2009. Amazonian peatlands: an ignored C sink and potential source. Global Change Biology, 15: 2311-2320.
Lähteenoja, O. & Page, S. 2011. High diversity of tropical peatland ecosystem types in the Pastaza‐Marañón basin, Peruvian Amazonia. Journal of Geophysical Research: Biogeosciences, 116, G02025.
Músico y compositor graduado de la carrera de Jazz y la especialidad de Composición del Conservatorio Superior Manuel de Falla (Buenos Aires, Argentina).
Se ha especializado en composición y diseño de sonido para audiovisuales.
Ha publicado dos discos. En el primero se desempeñó como intérprete (guitarras y objetos) e improvisador (Dactilar, 2017); y en el segundo como intérprete y compositor (País de Nieve, 2020).
Es profesor en la EMAD (Escuela de Música de Alto Desempeño), en Lima y ha desepeñado como tallerista en Argentina y Perú.
Gracias a este proyecto fui introducido a la bioacústica que estudia, entre otras cosas, la interacción de un conjunto de sonidos dentro de un sistema específico. Con ello busca determinar la biodiversidad de un ecosistema y el impacto ocasionado por distintos tipos de contaminación, incluyendo la sonora.
La idea de un ecosistema sonoro me resulta muy interesante. Trabajo desde hace algún tiempo con el concepto de paisaje sonoro, entendido como un conjunto de sonidos y texturas que conforman un todo organizado. La idea de ecosistema añade de manera mucho más evidente la presencia de los seres vivos que producen esos sonidos. Precisa también la idea de que cada sonido proviene de un lugar específico que puede desplazarse dentro de un espacio determinado. Esos conceptos fueron centrales para la realización de esta música.
Para trabajar cada pieza, me he centrado primero en las propiedades acústicas y artesanales de los instrumentos —en su mayoría preparados con accesorios añadidos— y objetos convencionalmente no musicales. En segundo lugar, he diseñado el sonido desde la alteración del material sonoro y las grabaciones de campo. En todo momento busqué moverme entre dos polos: la mímesis de los sonidos de la naturaleza y el contraste con ellos.
Las piezas se dividen en dos grupos. El primero marcado por la temporalidad y el segundo por el espacio.
En la noche percibimos de manera más intensa los sonidos y alarmas de la selva. Con la visibilidad limitada, los sonidos son nuestra única referencia de los seres vivos que nos rodean y nos acechan. Los vientos agudos y graves, el ritmo incesante y percusivo de la guitarra y el diseño de insectos y vidas pequeñas crea una imagen sonora de la vida del árbol y el entorno que lo rodea.
Caminamos por ríos de niebla, entre jardines de campos del eterno y playas del mar sin fin. Nos sumergimos en las selvas tropicales, inmersos en la oscuridad, solo con las luces de nuestras linternas. Revelamos lo misterioso y lo fantástico. Tenemos el privilegio de vivir nuestra naturaleza con tanta intensidad. El ser humano y lo silvestre.
Fundado en 2015, somos un proyecto independiente realizado por dos biólogos y un diseñador gráfico, todos fotógrafos y apasionados por la naturaleza. Cada uno trae diferentes experiencias y vivencias, que confluyen en una obra muy rica inmersa en la ciencia y el arte. Todo el contenido compartido lo hacemos nosotros, desde la fotografía hasta los textos, entre expediciones, oficina y laboratorio.
La Amazonía alberga las criaturas más bellas y misteriosas de nuestro planeta. Sus pueblos, humanos y silvestres, convivieron durante siglos de intercambio y evolución. En la profundidad de los bosques todo es observado por un pequeño y poderoso ser, mabán, la mantis religiosa. Así llamados por los Shipibo, los mabanzitos se esparcen por la densa selva, sobre las hojas muertas que nutren el suelo, corriendo en la corteza de grandes árboles y colgando de sus ramas y flores. La diversidad de mantis en la Amazonía es la más grande del mundo. Los ojos grandes, a los que muchos dan el don de la adivinación, siempre miran atentamente los ciclos del bosque tropical. Para los Shipibo, son capaces de predecir el sexo de un bebé, iluminando a las generaciones futuras de su pueblo. En Brasil, a veces son Caajara, "señores de la selva", dignos de la omnipresencia de un pequeño dios. Adoptan muchas formas, camufladas y complejas, mezclándose con ramas delgadas, hojas grandes, troncos largos e incluso otros animales pequeños. Son invisibles, incluso si tienen hermosos colores y detalles intrincados. Algunos vuelan bajo las noches estrelladas, más allá del dosel. Otros esperan pacientes por presas vivas, o cuando encontrados, son alimento rico para animales más grandes. Mabán ve el bosque, porque es el bosque, inmerso en misterios aún desconocidos para el mundo. A los humanos que aún tienen tiempo y portan el espíritu ancestral resta la admiración. Cada encuentro con mabán es único. Debemos buscar preservarlos y preservar su hogar natural, desentrañando gradualmente su inmensa historia.
Archivo WCS
En la cuenca amazónica los límites entre el bosque y el río muchas veces son difusos. Sobre todo, en la temporada de lluvias. Durante esos meses —entre diciembre y febrero— las tormentas son intensas y producen un fenómeno atípico: los árboles atrapan las primeras gotas —algo que evita la erosión de los suelos—, mientras los ríos empiezan a crecer e inundan el terreno con agua y sedimentos que arrastran desde Los Andes.
El avance es tal, que el río y el bosque llegan a formar un solo gran ecosistema, y sus especies —tanto la flora como la fauna— tienen una interacción intensa, para la que se han adaptado durante miles de años. Esos ambientes acuáticos, además de generar una gran biodiversidad, son esenciales para los pobladores de la zona; pues funcionan como una de sus principales fuentes de alimento.
Las piezas reunidas a continuación —fragmentos de la infografía “Bosques inundables” de la Wildlife Conservation Society— ofrecen un acercamiento a algunas de esas relaciones naturales que, a veces, pasan desapercibidas.
Comunicador audiovisual de la Universidad Católica del Perú (PUCP), con un Master en Realización documental en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona y un diplomado en Dirección de fotografía en la Escuela Internacional de Cine de Cuba. Es miembro del colectivo Supayfotos, con el que ha participado en los festivales Visa pour limage (Francia), y E-CO/Encuentro de colectivos iberoamericanos (São Paulo, Madrid). Es docente de la especialidad de Audiovisual de la PUCP.
Carlos Caritimari y su familia siempre han dependido del bosque. Allí, en la cuenca del río Tahuayo de Loreto, se encuentran los animales silvestres que necesita para alimentarse, la topa —un árbol maderable— y la yarina —planta conocida como “marfil del bosque”—, que utiliza para elaborar joyas y esculturas.
Hace una década, este artesano de la comunidad Diamante/7 de Julio fundó, junto a los dirigentes de las localidades aledañas, el área de conservación regional comunal Tamshiyacu-Tahuayo. Este espacio natural —con 420.080 hectáreas de bosque amazónico— es custodiado y manejado por las mismas comunidades, con cuotas para la caza y el manejo de otros recursos naturales.
Esos controles estrictos han conseguido una conservación ejemplar del bosque. Y, a la par, han permitido mantener intacta la fuente de alimento y recursos económicos de los pobladores de toda la cuenta.
Fotógrafo Colombiano, su trabajo se ha concentrado en estudiar la memoria fotográfica, el relato, la recuperación del patrimonio visual, la fotografía vernácula y la resignificación de imágenes ya hechas, imágenes de archivo. Paolo realiza proyectos pensando en la multimedialidad, la interactividad y el lenguaje editorial.
Música original por Jaime Chirif Watanabe
Músico y compositor graduado de la carrera de Jazz y la especialidad de Composición del Conservatorio Superior Manuel de Falla (Buenos Aires, Argentina).
Se ha especializado en composición y diseño de sonido para audiovisuales.
Ha publicado dos discos. En el primero se desempeñó como intérprete (guitarras y objetos) e improvisador (Dactilar, 2017); y en el segundo como intérprete y compositor (País de Nieve, 2020).
Es profesor en la EMAD (Escuela de Música de Alto Desempeño), en Lima y ha desepeñado como tallerista en Argentina y Perú.
Gracias a este proyecto fui introducido a la bioacústica que estudia, entre otras cosas, la interacción de un conjunto de sonidos dentro de un sistema específico. Con ello busca determinar la biodiversidad de un ecosistema y el impacto ocasionado por distintos tipos de contaminación, incluyendo la sonora.
La idea de un ecosistema sonoro me resulta muy interesante. Trabajo desde hace algún tiempo con el concepto de paisaje sonoro, entendido como un conjunto de sonidos y texturas que conforman un todo organizado. La idea de ecosistema añade de manera mucho más evidente la presencia de los seres vivos que producen esos sonidos. Precisa también la idea de que cada sonido proviene de un lugar específico que puede desplazarse dentro de un espacio determinado. Esos conceptos fueron centrales para la realización de esta música.
Para trabajar cada pieza, me he centrado primero en las propiedades acústicas y artesanales de los instrumentos —en su mayoría preparados con accesorios añadidos— y objetos convencionalmente no musicales. En segundo lugar, he diseñado el sonido desde la alteración del material sonoro y las grabaciones de campo. En todo momento busqué moverme entre dos polos: la mímesis de los sonidos de la naturaleza y el contraste con ellos.
Las piezas se dividen en dos grupos. El primero marcado por la temporalidad y el segundo por el espacio.
Los cambios en la naturaleza son movimientos colectivos y continuos. Esto genera ecosistemas sonoros en los cuales el ser humano puede participar en sintonía. Las semillas, la cerámica frotada, las guitarras percusivas y los armónicos remiten a la capacidad de hacer música con las manos y al balance de los sonidos vivos.