Dé cómo usar la ciencia de la cartografía (y los robots voladores) para detener la depredación del bosque y mostrar al mundo la vida de los pueblos que habitan la Amazonía.

Cada vez que dibuja el mapa de un bosque, la ingeniera geógrafa Wendy Pineda se pega un trozo de cinta adhesiva sobre el dorso de cada mano y escribe «Izquierda» en uno y «Derecha» en el otro. Pineda tuvo problemas para diferenciar ambos lados de su cuerpo desde que era niña y por eso no recuerda cuántos mapas ha arruinado por dibujar mal el flujo de un río. Cuando supo que era zurda, su madre la obligó a escribir con la derecha: no quería que su hija mayor fuera señalada como la rara del salón, como entonces —en el Perú de inicios de los ochenta— eran vistos los niños como ella. La ingeniera dice que por eso nunca aprendió a coger bien un bolígrafo, ni a bailar con destreza ni a conducir un auto. A pesar de sus problemas de lateralidad, dibujar es lo único que le ayuda a controlar su mente dispersa. Mientras conversa con alguien, suele trazar letras o figuras geométricas en su cuaderno. Sus líneas son obtusas y duras cuando está enojada o indignada, y suaves y curvas cuando está de buen humor. «Dibujo para concentrarme», dice la activista de treinta y cuatro años, aunque a veces siente que debería dejar de hacerlo. Una vez un ministro de Estado se enojó al verla esbozando cuadraditos mientras él le hablaba. En otra ocasión una anciana indígena a la que entrevistaba le increpó por lo mismo. A Pineda le cuesta explicar que cuando dibuja le presta más atención al mundo. Hace algunos años, en un intento desesperado por no perjudicar su labor, fue al psicólogo para «intentar curarse». Hacer mapas y tener problemas de lateralidad es terrible porque supone una lucha física pero también un conflicto interior. Desde que empezó su carrera como activista, el límite que separa su vida personal de su trabajo por la defensa de la Amazonía, le ha sido tan difícil de trazar como distinguir su izquierda de su derecha.

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Es agosto, uno de los meses más calurosos en Madre de Dios, en la selva oriental del Perú, y la ingeniera Wendy Pineda intenta protegerse del sol del mediodía cubriendo su cabeza con una hoja ancha como un paraguas. Hay casi cuarenta grados de temperatura y, a pesar de que nos encontramos en una de las regiones con mayor biodiversidad del planeta, no hay un solo árbol alrededor que pueda darnos sombra. La minería ilegal de oro ha depredado esta zona del bosque amazónico hasta convertirlo en un paisaje lunar: lo que antes eran hectáreas con altos aguajales y quebradas, ahora son pampas áridas donde todo lo verde parece haber sido rasurado. No se escucha el gorjeo de las aves ni el aullido de los monos. Solo oímos el ruido de motores viejos que succionan el barro del subsuelo donde se halla el mineral dorado.

Como especialista que asesora a la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep), Wendy Pineda está acostumbrada a ver escenarios así, incluso peores, pero no por eso ha dejado de indignarse. Pineda es una limeña robusta, de piel oscura, ojos atentos y pelo negrísimo. Su voz es amable pero lo suficientemente enérgica como para haber logrado el respeto de los líderes indígenas de las comunidades nativas que ha conocido a lo largo de su carrera como activista. Aquí, por ejemplo, en los dominios de los harakbut, una etnia de cazadores con más de cinco mil años de historia, Pineda es tratada con el respeto que merecen los jefes.‌

Para llegar al territorio de los harakbut hay que viajar seis horas desde la ciudad de Puerto Maldonado: primero en auto, después en bote y luego en moto. El punto de entrada es Puerto Luz, una comunidad nativa compuesta por quinientos nativos que son dueños de más de cincuenta mil hectáreas de selva penetrada por ríos. En Puerto Luz, la comunidad nativa más grande de Madre de Dios, seis de cada diez indígenas harakbut trabaja en la minería ilegal de oro. Es decir: para conseguir unos gramos del metal precioso, talan su propio bosque, cavan pozos cerca a las playas de los ríos y vierten mercurio. El mercurio es uno de los diez productos químicos más tóxicos del mundo y el insumo indispensable de los mineros ilegales para separar el oro de las rocas. Provoca erupciones en la piel, daños neurológicos y otros males de difícil tratamiento en un lugar como este. Su impacto en las plantas y animales también se traduce en cifras fatales. Por eso las madres harakbut cuentan que ya no hay delfines rosados en los ríos ni peces grandes. Los harakbut —que significa gente en español— quieren proteger su bosque pero al mismo tiempo lo están arruinando: hoy pasan más tiempo buscando oro en las minas y en las orillas del río que cazando o cultivando yuca en sus chacras. El oro, dicen, paga bien y rápido.

Wendy Pineda lleva una década asesorando a comunidades indígenas para que puedan identificar, a través de sus propios mapas, las zonas deforestadas y contaminadas que amenazan su territorio y su cultura. Gracias al financiamiento de la ONG holandesa Hivos y el apoyo técnico de un investigador de la UNAM, Pineda ha logrado diseñar un proyecto piloto para capacitar a los harakbut en el manejo de un drone, un robot volador del tamaño de una maleta con una cámara y cuatro hélices. Pineda eligió a esta etnia por la fortaleza de su organización pero también por los problemas que enfrenta no solo con la minería ilegal: la petrolera Hunt Oil ha iniciado exploraciones para extraer una reserva de gas que, según los expertos, sería más grande que Camisea, la principal fuente de gas natural de Perú. Gran parte del territorio ancestral de los harakbut ha sido concesionado a la empresa estadounidense —que ya empezó a hacer trabajos de reconocimiento a pesar de encontrarse en una zona declarada reserva comunal por el Estado— y las familias que lo habitan temen perder el último pedazo de bosque que les queda.

Mientras un nativo maniobra el control remoto, el drone —bautizado por los harakbut como «abeja asesina» por el zumbido de sus hélices— empieza a volar sobre uno de los campamentos de minería ilegal, junto a una laguna muerta de color naranja. Wendy Pineda me explica que, con las fotos y los videos que registre, se podrá armar un mosaico de imágenes que servirá para diseñar un mapa detallado del territorio afectado y para saber exactamente a cuántos kilómetros se encuentran las minas de los lugares sagrados y las chacras. Según la ingeniera, es la primera vez en Latinoamérica que una etnia maneja su propio drone para vigilar su bosque.

—Solo me preocupa que el drone se tope con sus peores enemigos —me dice.

—¿Un minero ilegal con escopeta? —le pregunto.

—No —Ríe la ingeniera—. Son las palmeras demasiado altas.

Antes de convertirse en una activista experta en mapas, Wendy Pineda era una niña fascinada con los libros de ciencia ficción y aventuras. En su viejo ejemplar de Viaje al centro de la tierra todavía se ven pintados en los márgenes extraños mapas y casitas de madera junto a un bosque y un río. Pineda no recuerda por qué los dibujaba. Todavía faltaban varios años para que viajara a la selva por primera vez y decidiera dedicarse a dibujar el bosque para protegerlo.

Wendy Pineda empezó a dibujar mapas a los seis años. Sus tíos, ingenieros geógrafos, le prestaban papel y estilógrafos para que calcara mapas con casas y ríos dentro. A los quince años ya era tan buena dibujante que le pagaban por hacer planos de tiendas y fábricas. Cuando ingresó a la universidad, esos mismos tíos que sin saberlo alentaron su vocación, le obsequiaron una mesa de dibujo, reglas y estilógrafos nuevos como premio. A comienzos de los noventa, cuando Google Earth no existía y la tecnología del GPS y los drones era terreno exclusivo de los militares, la Ingeniería Geográfica era una profesión que exigía talento para el dibujo. En un aula de treinta hombres y cuatro mujeres, Pineda era la más joven y también la mejor alumna.

Mientras estudiaba, Pineda conoció distintas reservas naturales de la selva peruana, pero no sabía casi nada de los pueblos que viven en ellas. Estaba más interesada en la protección de los bosques y los animales. Al terminar la carrera, hizo prácticas en el Servicio Aerofotográfico Nacional: durante un año aprendió a diseñar mapas de distintas zonas de la sierra y la selva usando fotografías aéreas en alta resolución capturadas por aviones militares. Esos mapas eran solicitados por distintas oficinas del Estado, como el Ministerio de Agricultura y el Servicio de Inteligencia, pero también por empresas mineras, madereras y petroleras que tenían el permiso del Gobierno para explotar recursos naturales. Pineda supo que la documentación no llegaba a los pueblos afectados por las concesiones. La joven ingeniera no tenía un interés particular por la política, pero empezó a entender el poder real de los mapas.

—¿Te imaginas lo que podrían hacer las comunidades con esa información? —me dijo Wendy, una de las noches del viaje, al recordar esa época—. Podrían trabajar planes de desarrollo, vigilar mejor su territorio. Yo me preguntaba por qué esos mapas no se compartían. Pero mis jefes me decían: «no, ellos podrán comprar esa data dentro de diez años». Ahí entendí cómo funcionaba todo: la información es para quien más paga.

Basta revisar cualquier libro de historia para saber que el trazo de una línea a través de un mapa puede determinar las vidas, el abandono y las muertes de millones de personas. Un mapa es un instrumento de poder. Y los ingenieros geógrafos, por lo general, son educados para producir toda la información territorial de un país. La ingeniera recuerda que a veces se sentía «poderosa» porque sabía que cada mapa que dibujaba se convertiría en «una verdad» para alguien más. Con un mapa, entendió Pineda, el mundo podía grabarse en papel, pero también manipularse para favorecer los intereses de quienes tienen dinero.

El Perú es una región amazónica: casi el setenta por ciento de su territorio está cubierto de selva. Si alguien mirara el mapa de concesiones petroleras, notaría que desde hace casi medio siglo toda la Amazonía peruana está dividida en decenas de rectángulos —llamados lotes— que son cedidos a empresas petroleras, forestales y mineras. Si alguien se guiara sólo por ese mapa, podría pensar que allí, en la selva, solo hay árboles y ríos y animales. Es decir: un espacio sin gente, sin pueblos, sin culturas. Brian Harley, estudioso de la ciencia de la cartografía, decía que esos «espacios vacíos» en los mapas son, en realidad, silencios: información que el mapa deliberadamente oculta.

En este país donde el setenta por ciento de la selva está repartida a compañías de gas y petróleo, más de seiscientas comunidades nativas —la mitad de las contabilizadas— siguen sin ser dueñas legales de sus tierras. Mientras que en algunos mapas de concesiones petroleras las empresas son polígonos —es decir: cuadrados extensos de territorio— las comunidades nativas están representadas por puntos. «¡Pero las comunidades también son polígonos!», dice Pineda. «El Estado las representa con puntos para que todo lo que está más allá se considere libre para explotarse». La mayoría de los mapas de la Amazonía hace caso omiso de todo excepto de lo que más les interesa: explotar los recursos naturales. No importa si hay un pueblo viviendo durante milenios en el mismo territorio.

Cerca del mediodía, mientras el drone vuela a casi cien metros de altura sobre el campamento minero, una camioneta destartalada llega a la orilla de la laguna tóxica desde donde la ingeniera Pineda dirige los movimientos de su equipo y los líderes harakbut. Un señor de panza prominente baja del auto gritando: «lárguense, no deben volar esa cosa por aquí, esto es propiedad privada». Los líderes harakbut y los guardianes de la reserva discuten con él. Le dicen que él es el intruso.

Wendy Pineda mira de lejos la escena bajo sus gafas oscuras y no comenta nada. Pero no porque sea indiferente. En sus casi diez años de activismo, ha aprendido una lección: cuando hay enfrentamientos es mejor pasar desapercibido para conservar las fotos y videos que se registran con la cámara del drone. Cuando protestaba por la contaminación que Pluspetrol —el principal productor de gas y petróleo de Perú— causaba en la selva norte y el pleito entre líderes indígenas y vigilantes armados se tornaba violento, Pineda escondía las tarjetas de memoria de las cámaras bajo su sujetador y caminaba sin detenerse hasta la comunidad para que no le quitaran las pruebas del desastre: litros y litros de petróleo derramado en lagunas, ríos y suelos.

Su discreción responde a una estrategia que se basaba en las experiencias pasadas. Ante transnacionales acostumbradas a negar o minimizar la contaminación, los pueblos indígenas decidieron utilizar el mismo idioma de los empresarios y los funcionarios del Estado. Y comenzaron a emplear las coordenadas, los mapas y las imágenes para hacer eco de lo que pasaba. Así, durante la última década, más de treinta comunidades amazónicas han aprendido a elaborar su propia cartografía.

—Es impresionante —dice Pineda—. Nunca han visto su territorio desde el aire, pero te puedo asegurar que sus bocetos, comparados con las fotografías aéreas, son idénticos. Dibujan las mismas curvas del río. Pareciera que tienen un GPS en la cabeza.

Pineda recuerda que las comunidades empezaron a levantar su información con reuniones entre los más sabios, y que luego elegían a los comuneros más respetables —el mejor cazador, el mejor agricultor— para que dibujaran el mapa con ayuda del resto. Luis Tayori, presidente del pueblo harakbut, es uno de los más interesados en el desarrollo de todo esto. Este hombre robusto de ojos achinados y pelo largo lleva años viajando por todo el territorio harakbut para entrevistar a los ancianos de los siete clanes que conforman su etnia. Así ha registrado los mitos y leyendas, nombres originales de los ríos, lugares sagrados, zonas de caza y pesca, danzas y músicas de su gente, que hasta hoy solo se transmitían de manera oral. Ahora, gracias a las fotos aéreas del drone, podrá elaborar un mapa más detallado y determinar la magnitud del daño que la fiebre por el oro ha causado en sus tierras. Ese mapa, dice, también les ayudará a demostrar al Estado que ellos siempre vivieron en esa zona y que no pueden echarlos. Mientras en la cartografía tradicional el poderoso es quien te representa y «te dibuja», en la cartografía indígena es el pueblo quien «se dibuja a sí mismo».

—Eso significa que estás quitándole al Gobierno la posibilidad de seguir diciendo que la selva está vacía y libre para venderse por pedazos —dice la ingeniera Pineda—. Y no hay, en términos geográficos, nada más subversivo que eso.

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La primera vez que la llamaron activista, Wendy Pineda se sintió ofendida. Creyó que insultaban su trabajo como ingeniera geografa, que la tildaban de revoltosa, de «roja», de resentida antisistema, hasta que leyó sobre la historia de los movimientos sociales. Con los años y los viajes por la selva peruana, Pineda comprendió que el activismo es un asunto serio que va más allá de bloquear carreteras, protestar desnudo en las calles o abrazar árboles. Según Global Witness, más de mil activistas ambientales han muerto en el mundo en los últimos doce años. La misma organización internacional indica que Perú es el cuarto país —detrás de Brasil, Honduras y Filipinas— más peligroso para un activista. En un planeta que depreda sus recursos naturales, Wendy Pineda entiende que defender el bosque ya no es solo un asunto para idealistas. Por eso, aunque conoce colegas que se sienten más seguros y protegidos con la exposición mediática, prefiere actuar detrás de cámaras. Ella es partidaria del «activismo sostenible», de trabajar sin «quemarse» en el proceso.

A Pineda le costó asumir esta posición. Hacia finales de 2012, en el momento más tenso del conflicto con Pluspetrol por los derrames de petróleo en la selva norte de Perú, tomaba todas las noches pastillas para dormir. En las conferencias que daba para exponer las pruebas —los mapas, las fotos, los videos— del desastre ecológico, algunos políticos y empresarios la tildaban de alarmista, de ser una renegada que se oponía al progreso del país. Luego llegaron las amenazas. Un desconocido solía llamarla a su casa en Lima para advertirle que cualquier día «sufriría un accidente». Por aquel entonces, el estrés le causaba una psoriasis que pelaba su cara. Sufría migraña y ataques de pánico. Comía por ansiedad. Llegó a pesar más de noventa kilos. Se le caía el pelo y tenía gastritis. Su doctor le aconsejó renunciar a su trabajo cuanto antes.

—La mayoría de activistas lleva una vida de mierda —me dijo Wendy Pineda en un café unas semanas después del viaje a la selva de Madre de Dios—. Algunos no lo admiten, pero esta vida no es necesariamente feliz. Mis padres me dicen: «Tienes treinta y tantos años, tienes una hija, no tienes carro, no tienes ahorros, ¿qué vas a hacer?». Pero luego pienso: jamás sería feliz siendo ama de casa. Creo que sigo en esto porque no me hago demasiadas preguntas.

La última vez que la vi, Wendy Pineda tenía la voz cansada luego de exponer los resultados de los vuelos con el drone ante directivos de Aidesep, representantes de Naciones Unidas y un geógrafo de la NASA. Tras la reunión, la habían aplaudido: por primera vez en Latinoamérica un pueblo amazónico manejaba su propio robot volador y usaba tablets y GPS para vigilar el bosque. La idea entusiasmaba a cualquiera, dice la ingeniera, pero intentar democratizar la tecnología es más complicado de lo que parece. Al regresar de Madre de Dios, Pineda tuvo que resolver algunos conflictos entre las comunidades harakbut y otras organizaciones indígenas que también deseaban el control del drone: algunos lugareños vinculados todavía a la minería ilegal de oro no estaban contentos de tener un robot volador «espiando» sus territorios. Una colega le pidió hacer un proyecto para enseñar a las mujeres indígenas a manejar el artefacto. A los líderes no les gustó la idea.

—Una madre indígena manejando un drone, vigilando el territorio. ¡Sería un suceso! ¿Pero sabes el problema que causaría dentro de las comunidades nativas, casi siempre lideradas por hombres? A los que somos de la ciudad nos parece estupendo cuidar la selva con robots voladores, pero no es tan simple para la sociedad indígena, pues eso trastorna su orden político. Ya sabemos: quien tiene la tecnología tiene el poder.

La ingeniera Pineda reconoce que le fascinan esas discusiones, pero también la frustran al punto de cuestionarse si en realidad quiere ser conocida como activista.

—Si me muestro como líder, alguien sacará cualquier cosa para señalarme como terruca y desprestigiar el proyecto. Ya lo han intentado: ponen a la comunidad y a sus dirigentes en mi contra diciendo que soy una espía, que estoy vendiendo información a la petrolera. Escucho todo eso y pienso: qué tonta soy por imaginarme un país mejor. Pero luego digo: si no cambias el mundo, al menos jode un poquito para demorar la catástrofe, ¿no?

Ahora la ingeniera Pineda intenta buscar un poco más de tiempo para sí misma. Le gustaría mudarse a Iquitos, la ciudad más grande de la selva peruana, por lo bulliciosa y exótica que es. Mudarse allí, sin embargo, supone el peligro de vivir cerca de una batalla sangrienta y tóxica. Por eso casi no habla del tema ni con su familia ni con Nayara, su hija, una niña a quien le encanta dibujar, ir al cine y vestirse de rosado, como una princesa de Disney. Nayara piensa que su mamá protege a las jirafas y a los elefantes. Wendy no ha querido explicarle que en la Amazonía no existen esos animales. De hecho, le suele dar pocos detalles sobre su trabajo. Dice que quiere protegerla de las noticias dolorosas, aunque eso sea tan inútil como querer cuidar un árbol para siempre. Una noche Pineda encontró a Nayara mirando en Facebook fotos de ciudadanos sirios huyendo de un país desangrado por la guerra. Los botes. Los refugiados. Las fronteras colapsadas. El cuerpo sin vida de un niño sirio en una playa del mar Mediterráneo.

—¿Por qué ese niño está durmiendo sobre la arena? —preguntó la niña, frente a la pantalla.

Wendy pensó responderle. Quiso contarle que en el Perú hay tragedias parecidas o peores a las de Medio Oriente. Que esas guerras no aparecen en las noticias. Guerras que nadie llama guerras y que ella, su madre, ha visto de cerca. La guerra por la tierra que también produce muertos. Y mucho silencio.

¿Cómo explicarle todo eso a una niña de diez años?

Wendy ha buscado las palabras adecuadas para hacerlo, pero aún no las encuentra.