Las investigaciones realizadas en diferentes áreas —arqueología, ecología, genética y antropología— han mostrado cómo las prácticas de conocimiento de los pueblos indígenas en el pasado y de los pueblos tradicionales en el presente, operan para construir una parte importante de la agrobiodiversidad y parte de la biodiversidad de la Amazonía contemporánea.
Esas actividades de construcción de la diversidad que se iniciaron hace por lo menos 12.000 años, permanecen hasta el presente y se constituyen a través de prácticas de manejo de recursos que expresan formas sofisticadas de conocimiento de los ritmos y formas de la naturaleza amazónica. Como resultado, aunque sigan siendo vistos como inhóspitos o en representaciones de la naturaleza en estado bruto, los biomas de la Amazonía deben ser entendidos no solo como patrimonio natural, proveedores de innumerables servicios ecosistémicos como la regulación del clima, sino sobre todo como un patrimonio cultural de las sociedades indígenas y tradicionales que los habitan. Por sociedades tradicionales entendemos aquí a los descendientes de esclavizados africanos y campesinos mestizos que desde el siglo XVIII también vienen ocupando la Amazonía.
En América del Sur se puede decir que todos los nueve países con territorios amazónicos comparten entre sí una relación de colonialismo interno con la Amazonía. Esos países —Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Guyana, Surinam, Guyana Francesa (una colonia europea), Brasil y Bolivia— tienen sus capitales y principales centros económicos localizados fuera de los territorios amazónicos. Como consecuencia las políticas públicas para la Amazonía son concebidas invariablemente de afuera hacia adentro, sin que se tengan en consideración las características ecológicas de los biomas amazónicos y, ante todo, el papel de las poblaciones tradicionales en su evolución. Generalmente, los resultados son catastróficos: asumidos como territorios vacíos, sin historias, los biomas amazónicos terminan sirviendo como escenario tanto de la explotación maderera, hídrica o mineral, como de políticas de colonización que no han funcionado.
El registro de eso son datos que muestran que en los últimos 40 años, el 20% de la Amazonía ya fue impactado por la deforestación. De esa inmensa área, apenas cerca del 15% tiene algún uso productivo. El restante 85%, o sea, casi el 18% de toda la Amazonía está ahora destruido y con posibilidades de recomposición largas y costosas.
¿Es ese el legado que dejaremos para el futuro? ¿Tenemos derecho a, en menos de medio siglo, destruir por ignorancia o arrogancia, paisajes y biomas que tienen una historia natural de millones de años, adaptada en los últimos miles de años por las prácticas y conocimientos indígenas? La respuesta más clara a esas preguntas me parece negativa, pero para argumentar quizá sea importante conocer cómo esas prácticas de conocimiento se constituyeron y manifestaron en los últimos 12.000 años.
Hay evidencias de que hace aproximadamente entre 12.000 y 9.000 años atrás ya había cultivo y consumo de algunas plantas utilizadas hasta hoy en la Amazonía, entre las cuales se encuentran: la nuez de Brasil, la guayaba, la yuca y las palmas de huasaí (Euterpe Oleracea), chambira (Astrocaryum aculeatum), ungurauy (Oenocarpus bacaba), murumuru (Astrocaryum murumuru) y aguaje (Mauritia flexuosa). De hecho, la Amazonía hoy es reconocida como un importante centro de domesticación de plantas en todo el planeta, pero también de manejo de plantas importantes no domesticadas. Los sistemas de cultivo amazónicos pueden ser caracterizados como agroecológicos, pues incluyen el cultivo de plantas de ciclo anual, como el maíz —que a pesar de haber sido domesticado en mesoamérica, ya era cultivado en la Amazonía hace por lo menos 6000 años, donde pasó por procesos de selección genética—, raíces que tienen ciclos de cultivo más largos —tales como yuca, camote, ñame, taro, lerén—, y también diversos árboles cuya producción puede darse durante décadas o hasta siglos —como la guayaba, la nuez de Brasil, el caimito, el cacao, el anón amazónico (biriba) y palmas como huasaí, pijuayo, aguaje, ungurauy, etc.—.
El cultivo de árboles es algo característico de los sistemas agroecológicos tropicales. De las cerca de 150 especies de plantas domesticadas y cultivadas en la Amazonía más de la mitad está compuesta por árboles. En diferentes tradiciones agronómicas no tropicales, el cultivo de árboles tiene un papel relativamente marginal. En esas tradiciones los sistemas de cultivo están centrados en cereales como el trigo y el arroz, que son plantas de ciclos anuales e imponen un ritmo de trabajo ligado a la limpieza de los terrenos, la preparación para el cultivo, siembra, trabajo en los campos, recolección y almacenamiento. Los sistemas agroecológicos amazónicos, basados en el cultivo de árboles durante décadas o siglos, producen relaciones diferentes: después de plantados, los pomares pueden producir durante mucho tiempo, mientras que tubérculos como la yuca pueden almacenarse en el suelo por meses sin la necesidad de un único periodo de cosecha. En las chacras amazónicas los terrenos se limpian parcialmente y es común que los troncos quemados se dejen en medio de las áreas de cultivo, así como también árboles frutales o productores de materias primas. Esas prácticas garantizan que la recomposición del bosque, después del abandono de las chacras, incorporará en la selva creciente a las especies de árboles útiles que crecieron en esos espacios. Muchos de los árboles cultivados en la Amazonía, técnicamente, no están domesticados, es decir, no pasaron por un proceso de selección que generó profundas modificaciones de ancestrales silvestres. Tal vez el mejor ejemplo sea el caucho, una planta silvestre cuyo cultivo generó tanto riqueza como miseria en el paso del siglo XIX al XX.
Esta combinación de cultivos de plantas de ciclo largo y corto fue fundamental para que, a lo largo de los milenios, los patrones naturales de distribución de especies de plantas en la Amazonía fuese modificada por los pueblos indígenas. Actividades como la siembra, el uso del fuego, el transporte de plántulas para lugares más cercanos a las aldeas o a lo largo de los caminos, principalmente de especies de árboles, tuvieron un efecto acumulativo que llevó a algunos autores, como el antropólogo William Balée, a proponer que cerca del 11% de las selvas de tierra firme de la Amazonía tienen una composición florística resultante de la intervención indígena en el pasado.
Levantamientos de árboles en la Amazonía muestran que, a pesar de la gran diversidad de especies allí representadas —cerca de 16.000—, apenas 227, o sea el 1,4% de las especies, corresponde a casi la mitad del total de los árboles de la cuenca. Esas especies son conocidas como superdominantes e incluyen numerosas plantas de gran valor económico y simbólico, como el caucho, el huasaí y el cacao. Parece claro que el patrón de superdominancia contemporánea es resultado de una historia milenaria de manejo y cultivo de árboles por los pueblos indígenas.
Hace 6000 años surgieron las primeras señales de producción de los suelos fértiles y productivos, resultantes de la intervención humana, conocidos como “tierras negras de indio”. Las tierras negras están distribuidas por toda la Amazonía y, debido a su fertilidad, son buscadas como lugares preferenciales para los cultivos. Los suelos tropicales pierden rápidamente su fertilidad por la acción de las lluvias intensas típicas en esas regiones. Las tierras negras, por otro lado, consiguen mantener la estabilidad y la alta carga de nutrientes aun después de siglos o, incluso, de milenios, de haber producido. Después del debate que se extendió por décadas, se ha establecido que estos suelos fueron producidos por los pueblos indígenas a través de actividades de compostaje y quema controlada de restos orgánicos en los patios de sus casas. Desde por lo menos 2000 años, las tierras negras de indio se diseminaron por grandes áreas de la cuenca amazónica, abriendo nuevas áreas para el cultivo que son utilizadas hasta el presente. También, a partir de por lo menos 2000 años, se intensificó el uso del fuego para el manejo de selvas, lo que alteró la composición florística original de esos bosques y la formación de bosques antropogénicos con especies superdominantes.
Por tanto, la Amazonía debe ser vista como una vasta región compuesta por paisajes construidos por las actividades de sus poblaciones tradicionales a lo largo de los milenios. Esas actividades se centraron en la producción de una diversidad agrobiológica única en el planeta, ahora fuertemente amenazada. La diversidad amazónica se manifiesta también en la increíble cantidad de lenguas indígenas, más de 300 registradas, una de las mayores cantidades del planeta. Esas lenguas, muchas también amenazadas, representan cada una maneras únicas de aprender y conocer el mundo como en un caleidoscopio de representaciones.
Por esas razones, cualquier política pública orientada a la Amazonía debe incorporar el conocimiento tradicional. Las tierras indígenas y las unidades de conservación protegen los bosques y garantizan la reproducción de la agrobiodiversidad. Las unidades de conservación deben incluir poblaciones tradicionales porque son ellas, con sus prácticas, las que aseguran la reproducción de la selva. Sin los pueblos indígenas la Amazonía se convertiría en selvas habitadas por fantasmas.