Musuk Nolte / VIST
Jorge Panchoaga / VIST
AMBUSH
NELSON VELASCO, ORGÁNICA DIGITAL
RODRIGO LA HOZ
JAIME CHIRIF
ÁLVARO HURTADO / TANGARA MUSIC
GLORIA ZIEGLER
JOSEPH ZÁRATE
EDUARDO NEVES
EURÍDICE HONORIO
SHAPION NONINGO
ALBERTO CHIRIF
MARIANA MONTOYA
ELENA VALERA
RITA PONCE DE LEÓN
SHEYLA ALVARADO
LILIANA LÓPEZ
HERMANOS MAGIA
PAOLO GARCIA NIGRINIS
MARCELA VALLEJO
MARCELA VALLEJO
DIEGO PÉREZ
ARCHIVO WCS
10 MIL PIES DE ALTURA
WCS PERÚ
Mariana Montoya
Paola Naccarato
María Elena Carbajal
Fiorella Burneo
Licenciada en Biología, magíster en Manejo de Ecosistemas y PhD en Geografía y Medio Ambiente. Es directora de la sede peruana de la Wildlife Conservation Society. Ha trabajado en diferentes iniciativas de conservación de la biodiversidad, manejo de recursos naturales por comunidades locales e indígenas, manejo de cuencas, mitigación de amenazas ambientales en el Perú y gestión de áreas naturales protegidas. Además, ha realizado investigaciones sobre los sistemas socio-ecológicos de la Amazonía peruana y su sostenibilidad.
Periodista y editora argentina radicada en Perú. Sus textos se han publicado en medios de comunicación de Italia, Colombia, Venezuela, Brasil, Argentina y Perú. Fue subeditora de la revista Cosas y editó otras tres publicaciones del mismo grupo editorial. Participó en la antología “Latinoamérica se mueve. Crónicas sobre activistas”, editada por Álex Ayala (Hivos). En 2018 ganó el II Premio de Periodismo Científico del Mercosur.
Cuando conoció los bosques inundables de Loreto, Mariana Montoya ya era una bióloga experimentada. Pero allí, dice, encontró algo distinto. Desde entonces, ha realizado diversos trabajos que requieren entender la conexión entre los ríos, las lagunas, el bosque y su gente. Ahora, como directora nacional de Wildlife Conservation Society, dirige proyectos de conservación en la Amazonía peruana. Mientras la región enfrenta una pandemia sin precedentes, advierte que existe una interrelación similar entre la salud pública y la de los ecosistemas.
¿Qué particularidades tienen los ecosistemas acuáticos en la Amazonía que no se replican en otras regiones?
En la Amazonía puedes ver muy claramente el vínculo que hay entre el bosque y el agua. Cuando estamos en la selva, en áreas de bosques inundables, nos damos cuenta de que el agua lo es todo y tiene la capacidad de transformarlo todo. Cuando el río está crecido y se conecta con el bosque, todo se vuelve un solo sistema. Los peces y otros animales acuáticos se meten al bosque y utilizan ese espacio para alimentarse, reproducirse y refugiarse. Es interesante también poder ver y darte cuenta de que el agua no es la misma en todas partes. Hay aguas negras, aguas blancas y zonas donde se mezclan, que es el área donde se concentran los peces para reproducirse y, también, donde van los delfines a alimentarse. Y cuando el río baja su nivel, empiezan a aparecer nuevamente las playas y el bosque que ha sido nutrido por los sedimentos acarreados desde lugares muy lejanos. Estas áreas que van apareciendo son aprovechadas por otros animales para reproducirse, pero también por las personas, para sembrar. Esta relación estrecha entre el agua y el bosque también se da con la gente. Para las comunidades indígenas Kukama Kukamiria, por ejemplo, el río y las lagunas tienen madre, debajo del río viven sus parientes y ambos mundos, el acuático y el terrestre, no se pueden separar. En resumen, todo está conectado.
Desde otras regiones, la Amazonía es observada como una gran despensa de recursos naturales.
Así es. La Amazonía es una despensa y ofrece una gran cantidad de recursos naturales para la gente, pero se tiene que aprovechar de manera adecuada, sin afectar esos recursos ni a la gente que vive allí. Pensar que es una despensa inagotable es un error. Y es erróneo pensar que no importa qué recursos se extraigan, cómo y a qué costo. Creo que el problema se da cuando vemos a la Amazonía desde afuera, cuando sólo estamos pensando en el beneficio de los que vivimos fuera de la Amazonía y no pensamos primero en el desarrollo del poblador amazónico. En Loreto, por ejemplo, se extrae petróleo desde hace cinco décadas y eso seguro ha generado recursos económicos para el país. Sin embargo, ¿esta extracción petrolera ha traído desarrollo para esta región?
¿Qué otros problemas han profundizado la fragilidad del Amazonas?
Se suele pensar en la deforestación. Y, aunque esta es una amenaza real, no es la única. A veces, ni siquiera necesitamos deforestar para generar un problema. Creo que el trasfondo es que hay un gran desconocimiento de cómo funciona la Amazonía y el valor que tiene. Lo mismo ocurre con sus culturas y su fragilidad frente a actividades extractivas o proyectos de infraestructura mal planificados. No se piensa en un modelo de desarrollo desde la Amazonía. Y esa falta de entendimiento ha hecho que, como país, se invierta en cosas que, a veces, no satisfacen las necesidades de la población o no son las más adecuadas.
Menciona el tema de infraestructura. En los últimos años ha habido diversos proyectos para conectar a la Amazonía con el resto del país. ¿Cuáles han sido los principales problemas que se han encontrado en el camino?
Hay que reconocer que esa necesidad es real: la Amazonía necesita conectarse con el resto del país. Sobre todo áreas como Loreto. Pero hay que buscar la mejor manera de hacerlo y con un objetivo claro. ¿Queremos conectar a la Amazonía como lo hicieron en el sur, con la Carretera Interoceánica, para mejorar el comercio entre Lima y Brasil y que la carretera simplemente pase por esa zona? ¿O queremos invertir en un proyecto que desarrolle a la región amazónica? La necesidad de mejorar el comercio y tener mayor acceso a los servicios es indudable. Pero una carretera no va a mejorar los servicios de salud y educación necesariamente. Lo vemos incluso en lugares de la costa, con servicios de salud y educación precarios. Entonces, hay que ser muy claros y honestos sobre para qué queremos esa conexión y, a partir de eso, evaluar a quién va a beneficiar y plantear la alternativa más adecuada. Ahí hay un enfoque que se debe replantear. Otro de los problemas que enfrentamos para un desarrollo adecuado de la infraestructura es la falta de información y de estudios detallados que propongan las mejores alternativas. La Amazonía es muy compleja, y si no hacemos un esfuerzo por entender bien cómo evitar o minimizar los impactos sociales, económicos y ambientales que un proyecto puede traer en el corto, mediano y largo plazo, entonces corremos el riesgo de invertir grandes cantidades de dinero, sin lograr el desarrollo.
En Brasil se han encendido algunas alarmas por la construcción de represas hidroeléctricas dentro del Amazonas. ¿Ese también es un potencial peligro para el Perú?
Es un tema que ha generado preocupación, sí. Proyectos de hidroeléctricas con grandes represas, como la que se quería hacer en el río Inambari o la del Pongo de Manseriche, en el río Marañón, son algunos ejemplos. En ambos casos, la construcción se estaría dando en ríos utilizados por un gran número de peces migratorios, que requieren surcar estos ríos para completar sus ciclos de vida. Estos peces que, en algunos casos, vienen desde Brasil y Bolivia sustentan más del 70% de la producción pesquera de toda la cuenca amazónica. En la cuenca del río Madeira, en Brasil y Bolivia, ya se están advirtiendo los impactos de las represas de ese río sobre la migración de los peces. Y eso va a tener un efecto sobre las personas que dependen de la pesca para su economía y alimentación. Asimismo, las grandes represas tienen asociados otro tipo de impactos, como la generación de gases de efecto invernadero en sus embalses y la retención de ciertos sedimentos, que son fundamentales para mantener la morfología y comportamiento natural de los ríos.
¿Qué otras dificultades han quedado en evidencia con la pandemia del COVID-19?
La falta de capacidad del Estado para supervisar actividades ilícitas dentro de la Amazonía. En los últimos meses, la sobrepesca, la deforestación y la minería ilegal se ha incrementado en algunos lugares donde había estado controlada antes de la pandemia. En muchos de estos lugares, las comunidades locales tenían la capacidad para controlar su territorio. Pero, al replegarse, estas actividades ilegales han resurgido. Entonces, hay una necesidad muy grande de seguir trabajando con los pueblos indígenas y ribereños, como aliados, tanto para el cuidado de sus territorios como para el cuidado de áreas protegidas y sus zonas de amortiguamiento.
Wildlife Conservation Society (WCS) lidera diversas iniciativas de conservación en Perú. Entre ellas, el trabajo en el área de conservación regional Comunal Tamshiyacu-Tahuayo, en Loreto. ¿Qué particularidades tiene esta experiencia?
Esa es una iniciativa que nació de las comunidades que vivían en la zona. Un grupo de pescadores y cazadores de los poblados del río Tahuayo, en Loreto, estaba preocupado porque sus recursos se estaban acabando. Lo interesante fue que se organizaron entre ellos y, con asesoría de investigadores de la WCS, empezaron a buscar cómo hacer un uso sostenible de esos recursos. Hoy en día, sus comunidades están ubicadas en la zona de amortiguamiento del área de conservación regional que ellos mismos ayudaron a crear. Es un espacio muy bien conservado y, por lo tanto, provee recursos naturales, como pescado, carne de monte y productos forestales no maderables, para la gente que vive alrededor. Actualmente, los comuneros están organizados en grupos de control y vigilancia, en manejo de la cacería y en manejo pesquero; y han establecido cuotas comunales, con base en el monitoreo que hacen de su cacería y de su pesca; con ayuda de WCS. Así, han logrado hacer un seguimiento de sus recursos y ajustar sus cuotas, cuando es necesario. Y, por último, se han organizado en un comité de gestión que, en coordinación con la Autoridad Ambiental Regional de Loreto, vela por la conservación de toda el área.
¿Hay otros ejemplos de conservación gestionados de manera comunitaria en la Amazonía peruana?
Sí. Hay varias experiencias similares alrededor de áreas protegidas como la Reserva Nacional Pacaya Samiria, la Reserva Nacional Pucacuro, y otras áreas naturales protegidas. En general, las comunidades que están en las zona de amortiguamiento o, incluso, dentro de algunas áreas protegidas trabajan como guardaparques voluntarios a cambio del aprovechamiento de recursos para el autoconsumo y la venta. Es un modelo interesante. Y, en los últimos meses, hemos podido ver que las comunidades que tenían sus ecosistemas bien conservados han podido vivir de sus chacras, de la pesca y de la cacería, sin tener que exponerse tanto al contagio del COVID-19. Ellos mismos se han dado cuenta y han estado agradecidos por cuidar los recursos que, en este contexto de pandemia, los han sacado un poco del apuro.
¿Cuáles son los principales retos que enfrenta la Amazonía peruana a mediano plazo?
El primero tiene que ver con el cambio climático. Este fenómeno está generando una serie de eventos extremos, tanto inundaciones como sequías, en la Amazonía. Eso es especialmente preocupante porque, cuando tienes una interacción tan cercana entre el agua y el bosque, no solo afecta a los ríos y peces, sino también al bosque, su fauna y toda la dinámica que existe entre ellos. A eso hay que sumar, además, a las comunidades que viven allí y que dependen de estos recursos. Ellos también ven alterada la forma en que venían haciendo sus chacra, cuándo cosechan e, incluso, las épocas de pesca o caza. De alguna manera, el cambio climático genera una serie de incertidumbres que potencian todos los demás problemas. Luego, por supuesto, están todas las actividades ilícitas como la minería ilegal o la sobreexplotación de recursos, la deforestación y el tráfico de tierra que generan un sinnúmero de problemas y un círculo vicioso del que las comunidades difícilmente pueden salir. También está todo el tema de la infraestructura y actividades extractivas que no están siendo lo suficientemente responsables para evitar o mitigar los impactos ambientales, sociales y económicos, como ya hemos mencionado. Y, por último, es imprescindible considerar la salud y pensar en que debemos mantener “una salud”. Por “una salud” me refiero a la salud de la vida silvestre, ecosistémica y la salud humana vista como una misma cosa. Este tema se ha hecho evidente con el COVID-19. Si bien, hasta ahora, no ha salido ninguna enfermedad zoonótica de la Amazonía que se haya convertido en una pandemia, eso puede pasar en cualquier momento. Cuando tienes áreas degradadas y generas más cercanía entre la gente y la fauna silvestre, alteras completamente el patrón entre el hospedero y el huésped de una enfermedad y esto, a la vez, incrementa el riesgo al contagio de las personas. Lo mismo sucede cuando extraes animales silvestres de su hábitat natural y los acercas a la gente en los mercados, en condiciones de hacinamiento, sin consideraciones sanitarias; esto genera las condiciones perfectas para el contagio de enfermedades entre animales y hacia las personas. Entonces, es urgente tener una mirada integral de la Amazonía, de su salud, su conservación y cómo esta se relaciona con la salud de las personas. Nuevamente, todo está conectado.
Omar Lucas es un fotógrafo documental peruano. Empezó su labor como fotógrafo en 2010, trabajando para diversos medios locales. Desde el 2012 se desempeña de forma independiente, colaborando con publicaciones nacionales e internacionales. Ha publicado en IDL Reporteros, Ojo Público, Somos, El Comercio, Washington Post, 5W, BBC, El País, Vice y California Sunday Magazine, entre otros; y desarrolla proyectos personales de largo plazo sobre derechos humanos, medio ambiente e identidad
En enero de 2016 el Ramal Norte del Oleoducto Norperuano, una extensa tubería de acero que transporta petróleo desde el corazón del Amazonas hasta el océano Pacífico, se fisuró dentro del territorio Awajún y derramó, en la quebrada del río Chiriaco, una cantidad de crudo equivalente a dos mil barriles.
Una semana después, el mismo ducto se abrió en territorio Wampis. Entonces, las quebradas de los ríos Muyuriaga y Cashacaño quedaron impregnadas con petróleo suficiente para llenar otros mil barriles. En las inmediaciones las consecuencias fueron imparables. Pronto, con la llegada de las lluvias, el crudo ahogó las chacras de cultivo y avanzó hasta el río Marañón, uno de los principales afluentes del Amazonas.
Petroperú, la empresa estatal a cargo de la tubería, trató de aplacar el desastre ofreciéndole un trato a los pobladores: les pagarían por juntar el petróleo derramado. Muchos de ellos, en extrema pobreza desde hace décadas, aceptaron la oferta, aunque la compañía no les brindaba las medidas de protección adecuadas. Algunos niños también se sumaron al trabajo en las quebradas. Querían ayudar a sus familias. A ellos, apenas les pagaron tres soles por cada balde recuperado. Por la noche, varios tenían sarpullidos y dolor de cabeza. Creyeron que sería momentáneo. Pero, luego, llegaron los mareos, la diarrea y las verrugas.
Los meses siguientes fueron desoladores. Apenas tenían agua potable para beber. No había yucas, plátanos ni peces que llevarse a la boca; y el río estaba tan contaminado que los pobladores ya no podían siquiera bañarse en sus aguas. La tragedia dejó alrededor de 5 mil damnificados y más de 200 personas afectadas por el contacto directo con el crudo. Entre ellos, varios menores de edad. La empresa —que siempre alegó que las fisuras había sido fruto de sabotajes— solo envío algunos kits de salud al lugar.
En julio de 2019, el Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA) multó con 83 millones de soles a Petroperú por su responsabilidad en los derrames y por los daños ocasionados a la flora, la fauna y la población. La compañía apeló la resolución un mes después. Sus directivos dicen que no se ha probado que las fugas hayan dañado de manera grave la salud de los pobladores. Muchos awajún y wampís aún tienen dificultades para pescar y cazar en sus territorios. Algunos registran, todavía, altas concentraciones de plomo, cadmio y arsénico en el organismo. Cuatro años después, no reciben ningún tipo de ayuda del Estado.
Músico y compositor graduado de la carrera de Jazz y la especialidad de Composición del Conservatorio Superior Manuel de Falla (Buenos Aires, Argentina).
Se ha especializado en composición y diseño de sonido para audiovisuales.
Ha publicado dos discos. En el primero se desempeñó como intérprete (guitarras y objetos) e improvisador (Dactilar, 2017); y en el segundo como intérprete y compositor (País de Nieve, 2020).
Es profesor en la EMAD (Escuela de Música de Alto Desempeño), en Lima y ha desepeñado como tallerista en Argentina y Perú.
Gracias a este proyecto fui introducido a la bioacústica que estudia, entre otras cosas, la interacción de un conjunto de sonidos dentro de un sistema específico. Con ello busca determinar la biodiversidad de un ecosistema y el impacto ocasionado por distintos tipos de contaminación, incluyendo la sonora.
La idea de un ecosistema sonoro me resulta muy interesante. Trabajo desde hace algún tiempo con el concepto de paisaje sonoro, entendido como un conjunto de sonidos y texturas que conforman un todo organizado. La idea de ecosistema añade de manera mucho más evidente la presencia de los seres vivos que producen esos sonidos. Precisa también la idea de que cada sonido proviene de un lugar específico que puede desplazarse dentro de un espacio determinado. Esos conceptos fueron centrales para la realización de esta música.
Para trabajar cada pieza, me he centrado primero en las propiedades acústicas y artesanales de los instrumentos —en su mayoría preparados con accesorios añadidos— y objetos convencionalmente no musicales. En segundo lugar, he diseñado el sonido desde la alteración del material sonoro y las grabaciones de campo. En todo momento busqué moverme entre dos polos: la mímesis de los sonidos de la naturaleza y el contraste con ellos.
Las piezas se dividen en dos grupos. El primero marcado por la temporalidad y el segundo por el espacio.
El ser humano ejerce dominio sobre el entorno. El ruido y los sonidos metálicos son preponderantes y refieren al universo de una construcción que invade el paisaje. La creación de espacios huecos donde resuena la música de las máquinas y donde el ruido termina por silenciar los sonidos naturales que son reemplazados por una naturaleza artificial.
Historietista y artista visual. Ha publicado las novelas gráficas Islas, ganadora del I Concurso de novela gráfica Editorial Contracultura (2010) y Estética Unisex (2015), reeditada en Colombia en el 2017. Su trabajo ha sido incluido en diversas revistas y antologías de cómic internacionales y ha participado como invitado en festivales de cómic e ilustración como Comicópolis (Buenos Aires, 2013) Viñetas Con Altura (La Paz, 2014) Entreviñetas (Colombia, 2015-2017), entre otros.
Estudio fotografía profesional y una especialización en fotografía contemporánea en el Centro de la Imagen de Lima. Su trabajo se desenvuelve entre la fotografía documental, el arte y la edición.
Fue becario del FONCA México (2010), del Master class del World Press Photo en Latinoamérica (2015) y de Magnum Foundation (2017). Ha recibido el X premio nacional de fotografía documental “Eugene Courret” (2010) y el Elliott Erwitt Havana Club 7 Fellowship (2017).
Es parte del sistema de exploradores de National Geographic Society (2019-2020) y becario del Pulitzer Center (2020) con quien viene desarrollando proyectos audiovisuales relacionados a la Amazonia y el medioambiente.
A fines de 2015, la fiscalía ambiental de Iquitos —una de las ciudades más grandes y conocidas del Amazonas— incautó, junto a la policía, el mayor cargamento de madera ilegal del Perú: 1.312 metros cúbicos. Es decir, una cantidad suficiente para llenar 60 camiones de carga pesada.
La metodología empleada por esos madereros se ha replicado durante años: talan árboles de áreas protegidas, los recortan como tablones y, luego, los ingresan al mercado oficial con documentos e información falsa; para exportarlos a América del Norte, Europa y Asia.
La extracción ilícita de madera se traduce en la pérdida de 113 mil hectáreas de bosques cada año. Según las estadísticas oficiales del Servicio Nacional Forestal y de Fauna Silvestre, ya se han perdido más de 8 millones de hectáreas de árboles en Perú. Un cuarto de ellas pertenecían a territorios indígenas o estaban dentro de áreas naturales protegidas.
Si esa tala ilegal no se detiene, advierten desde la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, la selva amazónica podría perder más de la mitad de sus 15 mil especies de árboles en los próximos años.
Periodista y editor. Ganador del Premio Gabo 2018 categoría Texto. Recibió el Premio Ortega y Gasset 2016 a Mejor Historia o Investigación Periodística, y el Premio Nacional PAGE 2015 de Periodismo Ambiental creado por la ONU. Fue nominado al Premio Gabo 2015 en la categoría Texto, y escogido en 2012 por la FNPI como parte de la nueva generación de Nuevos Cronistas de Indias. Fue subeditor de las revistas Etiqueta Negra y Etiqueta Verde.
Graduado en Comunicación Social por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Tiene un máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra en Barcelona. Recibió la beca Ochberg 2018 del Dart Center for Journalism & Trauma de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York. Es profesor de Periodismo Literario en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.
Artista y escritora por vocación, activista LGTBI de corazón. Tiene ocho libros, escritos e ilustrados, 5 exposiciones individuales, más de 50 colectivas entre nacionales e internacionales y una decena de distinciones. El 2016 fue nominada a los Premios Eisner, el 2017 ganó el Fondo de Apoyo al Activismo Cultural por la Diversidad LGTBIQ, el 2018 ganó el fondo para Proyectos creativos de libros de literatura infantil del Mincul y el 2019 ganó el Premio Nacional de Literatura infantil y juvenil del Perú.
Dé cómo usar la ciencia de la cartografía (y los robots voladores) para detener la depredación del bosque y mostrar al mundo la vida de los pueblos que habitan la Amazonía.
Cada vez que dibuja el mapa de un bosque, la ingeniera geógrafa Wendy Pineda se pega un trozo de cinta adhesiva sobre el dorso de cada mano y escribe «Izquierda» en uno y «Derecha» en el otro. Pineda tuvo problemas para diferenciar ambos lados de su cuerpo desde que era niña y por eso no recuerda cuántos mapas ha arruinado por dibujar mal el flujo de un río. Cuando supo que era zurda, su madre la obligó a escribir con la derecha: no quería que su hija mayor fuera señalada como la rara del salón, como entonces —en el Perú de inicios de los ochenta— eran vistos los niños como ella. La ingeniera dice que por eso nunca aprendió a coger bien un bolígrafo, ni a bailar con destreza ni a conducir un auto. A pesar de sus problemas de lateralidad, dibujar es lo único que le ayuda a controlar su mente dispersa. Mientras conversa con alguien, suele trazar letras o figuras geométricas en su cuaderno. Sus líneas son obtusas y duras cuando está enojada o indignada, y suaves y curvas cuando está de buen humor. «Dibujo para concentrarme», dice la activista de treinta y cuatro años, aunque a veces siente que debería dejar de hacerlo. Una vez un ministro de Estado se enojó al verla esbozando cuadraditos mientras él le hablaba. En otra ocasión una anciana indígena a la que entrevistaba le increpó por lo mismo. A Pineda le cuesta explicar que cuando dibuja le presta más atención al mundo. Hace algunos años, en un intento desesperado por no perjudicar su labor, fue al psicólogo para «intentar curarse». Hacer mapas y tener problemas de lateralidad es terrible porque supone una lucha física pero también un conflicto interior. Desde que empezó su carrera como activista, el límite que separa su vida personal de su trabajo por la defensa de la Amazonía, le ha sido tan difícil de trazar como distinguir su izquierda de su derecha.
* * *
Es agosto, uno de los meses más calurosos en Madre de Dios, en la selva oriental del Perú, y la ingeniera Wendy Pineda intenta protegerse del sol del mediodía cubriendo su cabeza con una hoja ancha como un paraguas. Hay casi cuarenta grados de temperatura y, a pesar de que nos encontramos en una de las regiones con mayor biodiversidad del planeta, no hay un solo árbol alrededor que pueda darnos sombra. La minería ilegal de oro ha depredado esta zona del bosque amazónico hasta convertirlo en un paisaje lunar: lo que antes eran hectáreas con altos aguajales y quebradas, ahora son pampas áridas donde todo lo verde parece haber sido rasurado. No se escucha el gorjeo de las aves ni el aullido de los monos. Solo oímos el ruido de motores viejos que succionan el barro del subsuelo donde se halla el mineral dorado.
Como especialista que asesora a la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep), Wendy Pineda está acostumbrada a ver escenarios así, incluso peores, pero no por eso ha dejado de indignarse. Pineda es una limeña robusta, de piel oscura, ojos atentos y pelo negrísimo. Su voz es amable pero lo suficientemente enérgica como para haber logrado el respeto de los líderes indígenas de las comunidades nativas que ha conocido a lo largo de su carrera como activista. Aquí, por ejemplo, en los dominios de los harakbut, una etnia de cazadores con más de cinco mil años de historia, Pineda es tratada con el respeto que merecen los jefes.
Para llegar al territorio de los harakbut hay que viajar seis horas desde la ciudad de Puerto Maldonado: primero en auto, después en bote y luego en moto. El punto de entrada es Puerto Luz, una comunidad nativa compuesta por quinientos nativos que son dueños de más de cincuenta mil hectáreas de selva penetrada por ríos. En Puerto Luz, la comunidad nativa más grande de Madre de Dios, seis de cada diez indígenas harakbut trabaja en la minería ilegal de oro. Es decir: para conseguir unos gramos del metal precioso, talan su propio bosque, cavan pozos cerca a las playas de los ríos y vierten mercurio. El mercurio es uno de los diez productos químicos más tóxicos del mundo y el insumo indispensable de los mineros ilegales para separar el oro de las rocas. Provoca erupciones en la piel, daños neurológicos y otros males de difícil tratamiento en un lugar como este. Su impacto en las plantas y animales también se traduce en cifras fatales. Por eso las madres harakbut cuentan que ya no hay delfines rosados en los ríos ni peces grandes. Los harakbut —que significa gente en español— quieren proteger su bosque pero al mismo tiempo lo están arruinando: hoy pasan más tiempo buscando oro en las minas y en las orillas del río que cazando o cultivando yuca en sus chacras. El oro, dicen, paga bien y rápido.
Wendy Pineda lleva una década asesorando a comunidades indígenas para que puedan identificar, a través de sus propios mapas, las zonas deforestadas y contaminadas que amenazan su territorio y su cultura. Gracias al financiamiento de la ONG holandesa Hivos y el apoyo técnico de un investigador de la UNAM, Pineda ha logrado diseñar un proyecto piloto para capacitar a los harakbut en el manejo de un drone, un robot volador del tamaño de una maleta con una cámara y cuatro hélices. Pineda eligió a esta etnia por la fortaleza de su organización pero también por los problemas que enfrenta no solo con la minería ilegal: la petrolera Hunt Oil ha iniciado exploraciones para extraer una reserva de gas que, según los expertos, sería más grande que Camisea, la principal fuente de gas natural de Perú. Gran parte del territorio ancestral de los harakbut ha sido concesionado a la empresa estadounidense —que ya empezó a hacer trabajos de reconocimiento a pesar de encontrarse en una zona declarada reserva comunal por el Estado— y las familias que lo habitan temen perder el último pedazo de bosque que les queda.
Mientras un nativo maniobra el control remoto, el drone —bautizado por los harakbut como «abeja asesina» por el zumbido de sus hélices— empieza a volar sobre uno de los campamentos de minería ilegal, junto a una laguna muerta de color naranja. Wendy Pineda me explica que, con las fotos y los videos que registre, se podrá armar un mosaico de imágenes que servirá para diseñar un mapa detallado del territorio afectado y para saber exactamente a cuántos kilómetros se encuentran las minas de los lugares sagrados y las chacras. Según la ingeniera, es la primera vez en Latinoamérica que una etnia maneja su propio drone para vigilar su bosque.
—Solo me preocupa que el drone se tope con sus peores enemigos —me dice.
—¿Un minero ilegal con escopeta? —le pregunto.
—No —Ríe la ingeniera—. Son las palmeras demasiado altas.
Antes de convertirse en una activista experta en mapas, Wendy Pineda era una niña fascinada con los libros de ciencia ficción y aventuras. En su viejo ejemplar de Viaje al centro de la tierra todavía se ven pintados en los márgenes extraños mapas y casitas de madera junto a un bosque y un río. Pineda no recuerda por qué los dibujaba. Todavía faltaban varios años para que viajara a la selva por primera vez y decidiera dedicarse a dibujar el bosque para protegerlo.
Wendy Pineda empezó a dibujar mapas a los seis años. Sus tíos, ingenieros geógrafos, le prestaban papel y estilógrafos para que calcara mapas con casas y ríos dentro. A los quince años ya era tan buena dibujante que le pagaban por hacer planos de tiendas y fábricas. Cuando ingresó a la universidad, esos mismos tíos que sin saberlo alentaron su vocación, le obsequiaron una mesa de dibujo, reglas y estilógrafos nuevos como premio. A comienzos de los noventa, cuando Google Earth no existía y la tecnología del GPS y los drones era terreno exclusivo de los militares, la Ingeniería Geográfica era una profesión que exigía talento para el dibujo. En un aula de treinta hombres y cuatro mujeres, Pineda era la más joven y también la mejor alumna.
Mientras estudiaba, Pineda conoció distintas reservas naturales de la selva peruana, pero no sabía casi nada de los pueblos que viven en ellas. Estaba más interesada en la protección de los bosques y los animales. Al terminar la carrera, hizo prácticas en el Servicio Aerofotográfico Nacional: durante un año aprendió a diseñar mapas de distintas zonas de la sierra y la selva usando fotografías aéreas en alta resolución capturadas por aviones militares. Esos mapas eran solicitados por distintas oficinas del Estado, como el Ministerio de Agricultura y el Servicio de Inteligencia, pero también por empresas mineras, madereras y petroleras que tenían el permiso del Gobierno para explotar recursos naturales. Pineda supo que la documentación no llegaba a los pueblos afectados por las concesiones. La joven ingeniera no tenía un interés particular por la política, pero empezó a entender el poder real de los mapas.
—¿Te imaginas lo que podrían hacer las comunidades con esa información? —me dijo Wendy, una de las noches del viaje, al recordar esa época—. Podrían trabajar planes de desarrollo, vigilar mejor su territorio. Yo me preguntaba por qué esos mapas no se compartían. Pero mis jefes me decían: «no, ellos podrán comprar esa data dentro de diez años». Ahí entendí cómo funcionaba todo: la información es para quien más paga.
Basta revisar cualquier libro de historia para saber que el trazo de una línea a través de un mapa puede determinar las vidas, el abandono y las muertes de millones de personas. Un mapa es un instrumento de poder. Y los ingenieros geógrafos, por lo general, son educados para producir toda la información territorial de un país. La ingeniera recuerda que a veces se sentía «poderosa» porque sabía que cada mapa que dibujaba se convertiría en «una verdad» para alguien más. Con un mapa, entendió Pineda, el mundo podía grabarse en papel, pero también manipularse para favorecer los intereses de quienes tienen dinero.
El Perú es una región amazónica: casi el setenta por ciento de su territorio está cubierto de selva. Si alguien mirara el mapa de concesiones petroleras, notaría que desde hace casi medio siglo toda la Amazonía peruana está dividida en decenas de rectángulos —llamados lotes— que son cedidos a empresas petroleras, forestales y mineras. Si alguien se guiara sólo por ese mapa, podría pensar que allí, en la selva, solo hay árboles y ríos y animales. Es decir: un espacio sin gente, sin pueblos, sin culturas. Brian Harley, estudioso de la ciencia de la cartografía, decía que esos «espacios vacíos» en los mapas son, en realidad, silencios: información que el mapa deliberadamente oculta.
En este país donde el setenta por ciento de la selva está repartida a compañías de gas y petróleo, más de seiscientas comunidades nativas —la mitad de las contabilizadas— siguen sin ser dueñas legales de sus tierras. Mientras que en algunos mapas de concesiones petroleras las empresas son polígonos —es decir: cuadrados extensos de territorio— las comunidades nativas están representadas por puntos. «¡Pero las comunidades también son polígonos!», dice Pineda. «El Estado las representa con puntos para que todo lo que está más allá se considere libre para explotarse». La mayoría de los mapas de la Amazonía hace caso omiso de todo excepto de lo que más les interesa: explotar los recursos naturales. No importa si hay un pueblo viviendo durante milenios en el mismo territorio.
Cerca del mediodía, mientras el drone vuela a casi cien metros de altura sobre el campamento minero, una camioneta destartalada llega a la orilla de la laguna tóxica desde donde la ingeniera Pineda dirige los movimientos de su equipo y los líderes harakbut. Un señor de panza prominente baja del auto gritando: «lárguense, no deben volar esa cosa por aquí, esto es propiedad privada». Los líderes harakbut y los guardianes de la reserva discuten con él. Le dicen que él es el intruso.
Wendy Pineda mira de lejos la escena bajo sus gafas oscuras y no comenta nada. Pero no porque sea indiferente. En sus casi diez años de activismo, ha aprendido una lección: cuando hay enfrentamientos es mejor pasar desapercibido para conservar las fotos y videos que se registran con la cámara del drone. Cuando protestaba por la contaminación que Pluspetrol —el principal productor de gas y petróleo de Perú— causaba en la selva norte y el pleito entre líderes indígenas y vigilantes armados se tornaba violento, Pineda escondía las tarjetas de memoria de las cámaras bajo su sujetador y caminaba sin detenerse hasta la comunidad para que no le quitaran las pruebas del desastre: litros y litros de petróleo derramado en lagunas, ríos y suelos.
Su discreción responde a una estrategia que se basaba en las experiencias pasadas. Ante transnacionales acostumbradas a negar o minimizar la contaminación, los pueblos indígenas decidieron utilizar el mismo idioma de los empresarios y los funcionarios del Estado. Y comenzaron a emplear las coordenadas, los mapas y las imágenes para hacer eco de lo que pasaba. Así, durante la última década, más de treinta comunidades amazónicas han aprendido a elaborar su propia cartografía.
—Es impresionante —dice Pineda—. Nunca han visto su territorio desde el aire, pero te puedo asegurar que sus bocetos, comparados con las fotografías aéreas, son idénticos. Dibujan las mismas curvas del río. Pareciera que tienen un GPS en la cabeza.
Pineda recuerda que las comunidades empezaron a levantar su información con reuniones entre los más sabios, y que luego elegían a los comuneros más respetables —el mejor cazador, el mejor agricultor— para que dibujaran el mapa con ayuda del resto. Luis Tayori, presidente del pueblo harakbut, es uno de los más interesados en el desarrollo de todo esto. Este hombre robusto de ojos achinados y pelo largo lleva años viajando por todo el territorio harakbut para entrevistar a los ancianos de los siete clanes que conforman su etnia. Así ha registrado los mitos y leyendas, nombres originales de los ríos, lugares sagrados, zonas de caza y pesca, danzas y músicas de su gente, que hasta hoy solo se transmitían de manera oral. Ahora, gracias a las fotos aéreas del drone, podrá elaborar un mapa más detallado y determinar la magnitud del daño que la fiebre por el oro ha causado en sus tierras. Ese mapa, dice, también les ayudará a demostrar al Estado que ellos siempre vivieron en esa zona y que no pueden echarlos. Mientras en la cartografía tradicional el poderoso es quien te representa y «te dibuja», en la cartografía indígena es el pueblo quien «se dibuja a sí mismo».
—Eso significa que estás quitándole al Gobierno la posibilidad de seguir diciendo que la selva está vacía y libre para venderse por pedazos —dice la ingeniera Pineda—. Y no hay, en términos geográficos, nada más subversivo que eso.
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La primera vez que la llamaron activista, Wendy Pineda se sintió ofendida. Creyó que insultaban su trabajo como ingeniera geografa, que la tildaban de revoltosa, de «roja», de resentida antisistema, hasta que leyó sobre la historia de los movimientos sociales. Con los años y los viajes por la selva peruana, Pineda comprendió que el activismo es un asunto serio que va más allá de bloquear carreteras, protestar desnudo en las calles o abrazar árboles. Según Global Witness, más de mil activistas ambientales han muerto en el mundo en los últimos doce años. La misma organización internacional indica que Perú es el cuarto país —detrás de Brasil, Honduras y Filipinas— más peligroso para un activista. En un planeta que depreda sus recursos naturales, Wendy Pineda entiende que defender el bosque ya no es solo un asunto para idealistas. Por eso, aunque conoce colegas que se sienten más seguros y protegidos con la exposición mediática, prefiere actuar detrás de cámaras. Ella es partidaria del «activismo sostenible», de trabajar sin «quemarse» en el proceso.
A Pineda le costó asumir esta posición. Hacia finales de 2012, en el momento más tenso del conflicto con Pluspetrol por los derrames de petróleo en la selva norte de Perú, tomaba todas las noches pastillas para dormir. En las conferencias que daba para exponer las pruebas —los mapas, las fotos, los videos— del desastre ecológico, algunos políticos y empresarios la tildaban de alarmista, de ser una renegada que se oponía al progreso del país. Luego llegaron las amenazas. Un desconocido solía llamarla a su casa en Lima para advertirle que cualquier día «sufriría un accidente». Por aquel entonces, el estrés le causaba una psoriasis que pelaba su cara. Sufría migraña y ataques de pánico. Comía por ansiedad. Llegó a pesar más de noventa kilos. Se le caía el pelo y tenía gastritis. Su doctor le aconsejó renunciar a su trabajo cuanto antes.
—La mayoría de activistas lleva una vida de mierda —me dijo Wendy Pineda en un café unas semanas después del viaje a la selva de Madre de Dios—. Algunos no lo admiten, pero esta vida no es necesariamente feliz. Mis padres me dicen: «Tienes treinta y tantos años, tienes una hija, no tienes carro, no tienes ahorros, ¿qué vas a hacer?». Pero luego pienso: jamás sería feliz siendo ama de casa. Creo que sigo en esto porque no me hago demasiadas preguntas.
La última vez que la vi, Wendy Pineda tenía la voz cansada luego de exponer los resultados de los vuelos con el drone ante directivos de Aidesep, representantes de Naciones Unidas y un geógrafo de la NASA. Tras la reunión, la habían aplaudido: por primera vez en Latinoamérica un pueblo amazónico manejaba su propio robot volador y usaba tablets y GPS para vigilar el bosque. La idea entusiasmaba a cualquiera, dice la ingeniera, pero intentar democratizar la tecnología es más complicado de lo que parece. Al regresar de Madre de Dios, Pineda tuvo que resolver algunos conflictos entre las comunidades harakbut y otras organizaciones indígenas que también deseaban el control del drone: algunos lugareños vinculados todavía a la minería ilegal de oro no estaban contentos de tener un robot volador «espiando» sus territorios. Una colega le pidió hacer un proyecto para enseñar a las mujeres indígenas a manejar el artefacto. A los líderes no les gustó la idea.
—Una madre indígena manejando un drone, vigilando el territorio. ¡Sería un suceso! ¿Pero sabes el problema que causaría dentro de las comunidades nativas, casi siempre lideradas por hombres? A los que somos de la ciudad nos parece estupendo cuidar la selva con robots voladores, pero no es tan simple para la sociedad indígena, pues eso trastorna su orden político. Ya sabemos: quien tiene la tecnología tiene el poder.
La ingeniera Pineda reconoce que le fascinan esas discusiones, pero también la frustran al punto de cuestionarse si en realidad quiere ser conocida como activista.
—Si me muestro como líder, alguien sacará cualquier cosa para señalarme como terruca y desprestigiar el proyecto. Ya lo han intentado: ponen a la comunidad y a sus dirigentes en mi contra diciendo que soy una espía, que estoy vendiendo información a la petrolera. Escucho todo eso y pienso: qué tonta soy por imaginarme un país mejor. Pero luego digo: si no cambias el mundo, al menos jode un poquito para demorar la catástrofe, ¿no?
Ahora la ingeniera Pineda intenta buscar un poco más de tiempo para sí misma. Le gustaría mudarse a Iquitos, la ciudad más grande de la selva peruana, por lo bulliciosa y exótica que es. Mudarse allí, sin embargo, supone el peligro de vivir cerca de una batalla sangrienta y tóxica. Por eso casi no habla del tema ni con su familia ni con Nayara, su hija, una niña a quien le encanta dibujar, ir al cine y vestirse de rosado, como una princesa de Disney. Nayara piensa que su mamá protege a las jirafas y a los elefantes. Wendy no ha querido explicarle que en la Amazonía no existen esos animales. De hecho, le suele dar pocos detalles sobre su trabajo. Dice que quiere protegerla de las noticias dolorosas, aunque eso sea tan inútil como querer cuidar un árbol para siempre. Una noche Pineda encontró a Nayara mirando en Facebook fotos de ciudadanos sirios huyendo de un país desangrado por la guerra. Los botes. Los refugiados. Las fronteras colapsadas. El cuerpo sin vida de un niño sirio en una playa del mar Mediterráneo.
—¿Por qué ese niño está durmiendo sobre la arena? —preguntó la niña, frente a la pantalla.
Wendy pensó responderle. Quiso contarle que en el Perú hay tragedias parecidas o peores a las de Medio Oriente. Que esas guerras no aparecen en las noticias. Guerras que nadie llama guerras y que ella, su madre, ha visto de cerca. La guerra por la tierra que también produce muertos. Y mucho silencio.
¿Cómo explicarle todo eso a una niña de diez años?
Wendy ha buscado las palabras adecuadas para hacerlo, pero aún no las encuentra.
Alberto Chirif es un antropólogo radicado en Iquitos (Amazonía peruana), es un destacado estudioso de las culturas y pueblos indígenas, de las memorias y relaciones con los extractivismos más antiguos y recientes en un área clave para el futuro del planeta. Entre sus publicaciones más recientes se cuentan Después del Caucho (Lima 2017); Diccionario Amazónico. Voces del castellano en la selva peruana (Lima, 2016) y Pueblos Indígenas e industrias extractivas (Lima, 2011).
Periodista y editora argentina radicada en Perú. Sus textos se han publicado en medios de comunicación de Italia, Colombia, Venezuela, Brasil, Argentina y Perú. Fue subeditora de la revista Cosas y editó otras tres publicaciones del mismo grupo editorial. Participó en la antología Latinoamérica se mueve. Crónicas sobre activistas, editada por Álex Ayala (Hivos). En 2018 ganó el II Premio de Periodismo Científico del Mercosur.
Desde que descubrió la antropología, Alberto Chirif realizó numerosas investigaciones en la Amazonía y colaboró con proyectos educativos y sanitarios. Su trabajo, además, fue crucial en el reconocimiento de algunos derechos de las sociedades indígenas, durante los años setenta. Así, se ha convertido en un testigo privilegiado de las transformaciones que se han registrado en estas comunidades. Pero el progreso, dice, a veces puede resultar engañoso.
Trenes, hidrovías, carreteras. En las últimas décadas los proyectos para conectar la Amazonía con el resto del país se han sucedido de manera reiterada y muchos de ellos sin éxito. ¿A qué obedece esto?
Hacer una carretera u otra obra de infraestructura en la Amazonía es una historia larga y dificultosa por los ambientes sensibles y difíciles que hay que atravesar. Pero (detrás de estos proyectos) hay algo más complejo: la idea de la conexión esconde, lo que denomino, un prejuicio civilizatorio. Algo semejante a “si estás descalzo, eres pobre y sucio”. Pero, si tienes zapatos “ya eres una persona”. De esos prejuicios civilizatorios, en el Perú, hay un montón. Y uno de ellos, justamente, gira alrededor del tema de las carreteras. De alguna manera, la gente ha sido ideologizada y llevada a pensar que la carretera es una alternativa de transporte más civilizada que el río.
De hecho, los críticos a este tipo de proyectos suelen ser señalados como opositores al progreso.
Ese es un argumento muy fácil de rebatir. Es evidente que las comunidades indígenas también quieren tener acceso a mejores servicios, pero eso no ocurre. Los índices más negativos de educación están en Loreto. Y, si uno revisa los estudios del Instituto Nacional de Estadísticas e Informática (INEI) o los informes del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), puede ver que los peores indicadores de pobreza están en las zonas de mayor extracción de recursos. Eso ocurre por dos motivos. El primero es el contraste: se los hace depender de un tipo de economía en la cual la gente no tiene cualificaciones para ser competitivo. Y, la segunda razón, está vinculada a la destrucción de los medios de producción que, tradicionalmente, habían usado para satisfacer sus necesidades. Entonces, decir que se oponen al desarrollo, es una mentira inmensa.
Los beneficios y los riesgos de una carretera no se distribuyen de manera homogénea entre las comunidades locales y las personas que llegan para hacer negocios, ¿cierto?
Para nada. En la Amazonía hay gente que no tiene nada y va a seguir en el abismo porque no tiene ningún poder para integrarse en un mundo que necesita hacer funcionar la economía de manera permanente.
Dentro del imaginario popular, la infraestructura vial se asocia a un mayor acceso a la educación o servicios de salud. ¿Estos procesos están relacionados entre sí?
No. Si así fuera, las zonas que ya tienen carreteras deberían estar felices con los servicios que ofrece el Estado. Y no es así. Eso es pura fantasía. En Perú, hace tiempo, que las obras se hacen por la obra en sí. Por el dinero que se puede sacar de ella, y no por los beneficios que podrían generar. En Loreto, por ejemplo, es habitual que se justifique la falta de desarrollo por la ausencia de infraestructura (que conecte a la región con el resto del país). Pero eso, con inversiones más inteligentes y honestas, hubiera sido posible. Aquí, el dinero del canon se ha despilfarrado en estudios de factibilidad para construir un ferrocarril que era inviable. Y, luego, en una planta de tratamiento que iba a separar las aguas pluviales de los desagües de Iquitos. En ese proyecto se invirtieron millones y la obra colapsó con la primera creciente del río. Pero lo peor es que, al instalar los tubos debajo de las pistas, rehicieron tan mal el asfalto que las calles se hundieron y han quedado destrozadas. O sea, se gastaron millones en una obra que no sirvió para nada.
Teniendo en cuenta los antecedentes en otras regiones del país, ¿una carretera en la Amazonía puede suponer mayores problemas respecto a la tenencia de tierras?
Por supuesto. Una carretera es una vía que trae un montón de gente. Esos colonos se asientan donde les da la gana y las comunidades tienen pocas posibilidades de controlar las invasiones. Y el Estado, por otro lado, tiene cero interés en apoyarlas. Eso ya ha pasado con las carreteras de todo el país: las comunidades han perdido tierras y tienen problemas económicos. ¿Por qué? Porque la gente tiene aspiraciones, como cualquier ser humano, y es fácilmente engañada a la hora de hacer negocios con gente de fuera. Para las empresas petroleras, por ejemplo, es muy fácil comprar solidaridades o generar organizaciones de gente que los apoye.
El otro gran problema es qué se va a sacar por esas vías. Lo que sale del Amazonas es petróleo, que no necesita una carretera porque sale por un oleoducto. ¿Qué más se saca? Madera. Entonces, una carretera como la de Iquitos-Saramiriza va a abrir zonas que, hasta el momento, están relativamente aisladas de la actividad forestal. Si bien es cierto que en el área de los ríos Tigre, Corrientes y Pastaza ya se extrae madera, la cosa va a ser mucho más fácil con una carretera en la parte alta. Y, además, se van a abrir nuevos espacios interfluviales para la depredación. Entonces, a mi modo de ver, el bosque se va a ver afectado.
¿Ha existido algún proyecto de este tipo, vinculado a comunidades indígenas, que no haya tenido efectos tan nocivos?
No. Siempre ha habido desarticulación, invasión de tierras y problemas económicos. Para comprobarlo basta con hacer un viaje por el Perené, Satipo y Oxapampa. Son comunidades indígenas que han quedado con poquísima tierra, aislados entre sí y, en algunos casos, con suelos totalmente depredados.
(La entrevista continúa en el mundo LÍQUIDO)
Músico y compositor graduado de la carrera de Jazz y la especialidad de Composición del Conservatorio Superior Manuel de Falla (Buenos Aires, Argentina).
Se ha especializado en composición y diseño de sonido para audiovisuales.
Ha publicado dos discos. En el primero se desempeñó como intérprete (guitarras y objetos) e improvisador (Dactilar, 2017); y en el segundo como intérprete y compositor (País de Nieve, 2020).
Es profesor en la EMAD (Escuela de Música de Alto Desempeño), en Lima y ha desepeñado como tallerista en Argentina y Perú.
Gracias a este proyecto fui introducido a la bioacústica que estudia, entre otras cosas, la interacción de un conjunto de sonidos dentro de un sistema específico. Con ello busca determinar la biodiversidad de un ecosistema y el impacto ocasionado por distintos tipos de contaminación, incluyendo la sonora.
La idea de un ecosistema sonoro me resulta muy interesante. Trabajo desde hace algún tiempo con el concepto de paisaje sonoro, entendido como un conjunto de sonidos y texturas que conforman un todo organizado. La idea de ecosistema añade de manera mucho más evidente la presencia de los seres vivos que producen esos sonidos. Precisa también la idea de que cada sonido proviene de un lugar específico que puede desplazarse dentro de un espacio determinado. Esos conceptos fueron centrales para la realización de esta música.
Para trabajar cada pieza, me he centrado primero en las propiedades acústicas y artesanales de los instrumentos —en su mayoría preparados con accesorios añadidos— y objetos convencionalmente no musicales. En segundo lugar, he diseñado el sonido desde la alteración del material sonoro y las grabaciones de campo. En todo momento busqué moverme entre dos polos: la mímesis de los sonidos de la naturaleza y el contraste con ellos.
Las piezas se dividen en dos grupos. El primero marcado por la temporalidad y el segundo por el espacio.
La carretera puede entenderse como un río de cemento, inmóvil e infértil, cuyo único propósito es unir dos puntos. Los sonidos brillantes y distorsionados que remiten a la construcción se escuchan en contraste tímbrico y rítmico, en pugna con el entorno natural mutable.
Archivo WCS
Las amenazas para la conservación de la Amazonía son diversas, pero hay una que suele pasar desapercibida: el tráfico ilegal de fauna silvestre. En Perú, aunque la legislación protege a las especies en peligro de extinción, el negocio es millonario. Entre 2000 y 2015 las autoridades confiscaron más de 318 especies distintas de reptiles, mamíferos, aves y anfibios. El tráfico, aseguran los expertos, se ha incrementado durante los últimos meses; por la disminución de controles del Servicio Nacional Forestal y de Fauna Silvestre (SERFOR) y de las comunidades locales, acechadas por las pandemia del COVID-19. Estos animales y sus partes —pieles, carne, huesos, plumas y conchas— son comercializados en mercados locales y se exportan de manera ilícita a Europa, Asia y América del Norte. Este tráfico ilegal ya ha puesto en jaque a muchas especies autóctonas y, además, incrementa las posibilidades de propagar virus que, hasta ahora, solo han afectado a la fauna silvestre.
Fotógrafo Colombiano, su trabajo se ha concentrado en estudiar la memoria fotográfica, el relato, la recuperación del patrimonio visual, la fotografía vernácula y la resignificación de imágenes ya hechas, imágenes de archivo. Paolo realiza proyectos pensando en la multimedialidad, la interactividad y el lenguaje editorial.
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