Musuk Nolte / VIST
Jorge Panchoaga / VIST
AMBUSH
NELSON VELASCO, ORGÁNICA DIGITAL
RODRIGO LA HOZ
JAIME CHIRIF
ÁLVARO HURTADO / TANGARA MUSIC
GLORIA ZIEGLER
JOSEPH ZÁRATE
EDUARDO NEVES
EURÍDICE HONORIO
SHAPION NONINGO
ALBERTO CHIRIF
MARIANA MONTOYA
ELENA VALERA
RITA PONCE DE LEÓN
SHEYLA ALVARADO
LILIANA LÓPEZ
HERMANOS MAGIA
PAOLO GARCIA NIGRINIS
MARCELA VALLEJO
MARCELA VALLEJO
DIEGO PÉREZ
ARCHIVO WCS
10 MIL PIES DE ALTURA
WCS PERÚ
Mariana Montoya
Paola Naccarato
María Elena Carbajal
Fiorella Burneo
Fotógrafo Colombiano, su trabajo se ha concentrado en estudiar la memoria fotográfica, el relato, la recuperación del patrimonio visual, la fotografía vernácula y la resignificación de imágenes ya hechas, imágenes de archivo. Paolo realiza proyectos pensando en la multimedialidad, la interactividad y el lenguaje editorial.
ARCHIVO WCS
Profesor del Museo de Arqueología y Etnología de la Universidad de São Paulo, se graduó como historiador en la misma universidad y es doctor en Arqueología de la Universidad de Indiana. Fue profesor visitante en el Museo Nacional de Historia Natural de París, de la Universidad Harvard y de la Universidad de la Provincia de Buenos Aires. Es también profesor del Máster en Arqueología del Neotrópico de la Universidad Politécnica del Litoral, en Guayaquil. Hace más de 30 años realiza investigaciones arqueológicas en el Amazonas brasilero, con foco en entender la historia de las relaciones entre poblaciones indígenas y el medio ambiente en los últimos 10 mil años. Es coordinador de Arqueotrop (Laboratorio de Arqueología de los Trópicos) y del Grupo de Investigación de Ecología Histórica del Amazonas, en CNPq. Tiene decenas de publicaciones, entre libros, artículos científicos y de divulgación científica.
Su obra utiliza el diseño tradicional shipibo-conibo o kené desde una perspectiva contemporánea en la que incorpora personajes y seres mitológicos y sagrados. Su repertorio visual está conformado por aspectos de la flora, fauna, vida cotidiana, costumbres del pueblo shipibo-konibo, así como sus visiones con ayahuasca. Su interés por el conocimiento de nuevas técnicas la ha convertido en una gran investigadora y difusora de técnicas pictóricas a base de tierras, pigmentos y tintes naturales. Aprendió la técnica del bordado y el dibujo en su entorno familiar. Estudió enfermería en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Trabajó en proyectos de recuperación de la memoria en el Seminario de Historia Rural Andina de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (1997). Actualmente forma parte de la Asociación de Mujeres Shinanya Nomabo, Pucallpa, Perú.
Las investigaciones realizadas en diferentes áreas —arqueología, ecología, genética y antropología— han mostrado cómo las prácticas de conocimiento de los pueblos indígenas en el pasado y de los pueblos tradicionales en el presente, operan para construir una parte importante de la agrobiodiversidad y parte de la biodiversidad de la Amazonía contemporánea.
Esas actividades de construcción de la diversidad que se iniciaron hace por lo menos 12.000 años, permanecen hasta el presente y se constituyen a través de prácticas de manejo de recursos que expresan formas sofisticadas de conocimiento de los ritmos y formas de la naturaleza amazónica. Como resultado, aunque sigan siendo vistos como inhóspitos o en representaciones de la naturaleza en estado bruto, los biomas de la Amazonía deben ser entendidos no solo como patrimonio natural, proveedores de innumerables servicios ecosistémicos como la regulación del clima, sino sobre todo como un patrimonio cultural de las sociedades indígenas y tradicionales que los habitan. Por sociedades tradicionales entendemos aquí a los descendientes de esclavizados africanos y campesinos mestizos que desde el siglo XVIII también vienen ocupando la Amazonía.
En América del Sur se puede decir que todos los nueve países con territorios amazónicos comparten entre sí una relación de colonialismo interno con la Amazonía. Esos países —Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Guyana, Surinam, Guyana Francesa (una colonia europea), Brasil y Bolivia— tienen sus capitales y principales centros económicos localizados fuera de los territorios amazónicos. Como consecuencia las políticas públicas para la Amazonía son concebidas invariablemente de afuera hacia adentro, sin que se tengan en consideración las características ecológicas de los biomas amazónicos y, ante todo, el papel de las poblaciones tradicionales en su evolución. Generalmente, los resultados son catastróficos: asumidos como territorios vacíos, sin historias, los biomas amazónicos terminan sirviendo como escenario tanto de la explotación maderera, hídrica o mineral, como de políticas de colonización que no han funcionado.
El registro de eso son datos que muestran que en los últimos 40 años, el 20% de la Amazonía ya fue impactado por la deforestación. De esa inmensa área, apenas cerca del 15% tiene algún uso productivo. El restante 85%, o sea, casi el 18% de toda la Amazonía está ahora destruido y con posibilidades de recomposición largas y costosas.
¿Es ese el legado que dejaremos para el futuro? ¿Tenemos derecho a, en menos de medio siglo, destruir por ignorancia o arrogancia, paisajes y biomas que tienen una historia natural de millones de años, adaptada en los últimos miles de años por las prácticas y conocimientos indígenas? La respuesta más clara a esas preguntas me parece negativa, pero para argumentar quizá sea importante conocer cómo esas prácticas de conocimiento se constituyeron y manifestaron en los últimos 12.000 años.
Hay evidencias de que hace aproximadamente entre 12.000 y 9.000 años atrás ya había cultivo y consumo de algunas plantas utilizadas hasta hoy en la Amazonía, entre las cuales se encuentran: la nuez de Brasil, la guayaba, la yuca y las palmas de huasaí (Euterpe Oleracea), chambira (Astrocaryum aculeatum), ungurauy (Oenocarpus bacaba), murumuru (Astrocaryum murumuru) y aguaje (Mauritia flexuosa). De hecho, la Amazonía hoy es reconocida como un importante centro de domesticación de plantas en todo el planeta, pero también de manejo de plantas importantes no domesticadas. Los sistemas de cultivo amazónicos pueden ser caracterizados como agroecológicos, pues incluyen el cultivo de plantas de ciclo anual, como el maíz —que a pesar de haber sido domesticado en mesoamérica, ya era cultivado en la Amazonía hace por lo menos 6000 años, donde pasó por procesos de selección genética—, raíces que tienen ciclos de cultivo más largos —tales como yuca, camote, ñame, taro, lerén—, y también diversos árboles cuya producción puede darse durante décadas o hasta siglos —como la guayaba, la nuez de Brasil, el caimito, el cacao, el anón amazónico (biriba) y palmas como huasaí, pijuayo, aguaje, ungurauy, etc.—.
El cultivo de árboles es algo característico de los sistemas agroecológicos tropicales. De las cerca de 150 especies de plantas domesticadas y cultivadas en la Amazonía más de la mitad está compuesta por árboles. En diferentes tradiciones agronómicas no tropicales, el cultivo de árboles tiene un papel relativamente marginal. En esas tradiciones los sistemas de cultivo están centrados en cereales como el trigo y el arroz, que son plantas de ciclos anuales e imponen un ritmo de trabajo ligado a la limpieza de los terrenos, la preparación para el cultivo, siembra, trabajo en los campos, recolección y almacenamiento. Los sistemas agroecológicos amazónicos, basados en el cultivo de árboles durante décadas o siglos, producen relaciones diferentes: después de plantados, los pomares pueden producir durante mucho tiempo, mientras que tubérculos como la yuca pueden almacenarse en el suelo por meses sin la necesidad de un único periodo de cosecha. En las chacras amazónicas los terrenos se limpian parcialmente y es común que los troncos quemados se dejen en medio de las áreas de cultivo, así como también árboles frutales o productores de materias primas. Esas prácticas garantizan que la recomposición del bosque, después del abandono de las chacras, incorporará en la selva creciente a las especies de árboles útiles que crecieron en esos espacios. Muchos de los árboles cultivados en la Amazonía, técnicamente, no están domesticados, es decir, no pasaron por un proceso de selección que generó profundas modificaciones de ancestrales silvestres. Tal vez el mejor ejemplo sea el caucho, una planta silvestre cuyo cultivo generó tanto riqueza como miseria en el paso del siglo XIX al XX.
Esta combinación de cultivos de plantas de ciclo largo y corto fue fundamental para que, a lo largo de los milenios, los patrones naturales de distribución de especies de plantas en la Amazonía fuese modificada por los pueblos indígenas. Actividades como la siembra, el uso del fuego, el transporte de plántulas para lugares más cercanos a las aldeas o a lo largo de los caminos, principalmente de especies de árboles, tuvieron un efecto acumulativo que llevó a algunos autores, como el antropólogo William Balée, a proponer que cerca del 11% de las selvas de tierra firme de la Amazonía tienen una composición florística resultante de la intervención indígena en el pasado.
Levantamientos de árboles en la Amazonía muestran que, a pesar de la gran diversidad de especies allí representadas —cerca de 16.000—, apenas 227, o sea el 1,4% de las especies, corresponde a casi la mitad del total de los árboles de la cuenca. Esas especies son conocidas como superdominantes e incluyen numerosas plantas de gran valor económico y simbólico, como el caucho, el huasaí y el cacao. Parece claro que el patrón de superdominancia contemporánea es resultado de una historia milenaria de manejo y cultivo de árboles por los pueblos indígenas.
Hace 6000 años surgieron las primeras señales de producción de los suelos fértiles y productivos, resultantes de la intervención humana, conocidos como “tierras negras de indio”. Las tierras negras están distribuidas por toda la Amazonía y, debido a su fertilidad, son buscadas como lugares preferenciales para los cultivos. Los suelos tropicales pierden rápidamente su fertilidad por la acción de las lluvias intensas típicas en esas regiones. Las tierras negras, por otro lado, consiguen mantener la estabilidad y la alta carga de nutrientes aun después de siglos o, incluso, de milenios, de haber producido. Después del debate que se extendió por décadas, se ha establecido que estos suelos fueron producidos por los pueblos indígenas a través de actividades de compostaje y quema controlada de restos orgánicos en los patios de sus casas. Desde por lo menos 2000 años, las tierras negras de indio se diseminaron por grandes áreas de la cuenca amazónica, abriendo nuevas áreas para el cultivo que son utilizadas hasta el presente. También, a partir de por lo menos 2000 años, se intensificó el uso del fuego para el manejo de selvas, lo que alteró la composición florística original de esos bosques y la formación de bosques antropogénicos con especies superdominantes.
Por tanto, la Amazonía debe ser vista como una vasta región compuesta por paisajes construidos por las actividades de sus poblaciones tradicionales a lo largo de los milenios. Esas actividades se centraron en la producción de una diversidad agrobiológica única en el planeta, ahora fuertemente amenazada. La diversidad amazónica se manifiesta también en la increíble cantidad de lenguas indígenas, más de 300 registradas, una de las mayores cantidades del planeta. Esas lenguas, muchas también amenazadas, representan cada una maneras únicas de aprender y conocer el mundo como en un caleidoscopio de representaciones.
Por esas razones, cualquier política pública orientada a la Amazonía debe incorporar el conocimiento tradicional. Las tierras indígenas y las unidades de conservación protegen los bosques y garantizan la reproducción de la agrobiodiversidad. Las unidades de conservación deben incluir poblaciones tradicionales porque son ellas, con sus prácticas, las que aseguran la reproducción de la selva. Sin los pueblos indígenas la Amazonía se convertiría en selvas habitadas por fantasmas.
Historietista y artista visual. Ha publicado las novelas gráficas Islas, ganadora del I Concurso de novela gráfica Editorial Contracultura (2010) y Estética Unisex (2015), reeditada en Colombia en el 2017. Su trabajo ha sido incluido en diversas revistas y antologías de cómic internacionales y ha participado como invitado en festivales de cómic e ilustración como Comicópolis (Buenos Aires, 2013) Viñetas Con Altura (La Paz, 2014) Entreviñetas (Colombia, 2015-2017), entre otros.
Shapiom Noningo Sesén, secretario técnico y miembro del Consejo de Sabios y del Gobierno Territorial Autónomo de la Nación Wampís.
Periodista y editora argentina radicada en Perú. Sus textos se han publicado en medios de comunicación de Italia, Colombia, Venezuela, Brasil, Argentina y Perú. Fue subeditora de la revista Cosas y editó otras tres publicaciones del mismo grupo editorial. Participó en la antología Latinoamérica se mueve. Crónicas sobre activistas, editada por Álex Ayala (Hivos). En 2018 ganó el II Premio de Periodismo Científico del Mercosur.
Los guerreros de esta nación originaria resistieron el asedio de los incas y los conquistadores españoles. Con los años, enfrentaron a otros invasores y colonos que contaminaban la selva. En las últimas décadas, aunque dejaron las armas de lado, han iniciado su lucha más intensa: la reivindicación de su territorio ancestral. Allí, creen, está la única alternativa para evitar la extinción.
Mucho antes de la llegada del COVID -19 a la Amazonía, los Wampís habían entendido que su futuro estaba en peligro. No querían volver a aislarse en la selva, ni sentían una nostalgia idealizada por los clanes familiares. Tampoco se negaban al progreso. Pero, desde mediados de la década del setenta —cuando el Estado empezó a titular formalmente a las comunidades de la selva peruana—, cada año perdían más tierras.
Los bosques altos, los aguajales y los valles que sus ancestros habían ocupado por siglos empezaban a ser codiciados por colonos seducidos por el petróleo y el oro. Demostrar su propiedad ante las autoridades y frenar ese avance no era sencillo. Y en el proceso, relatan los sabios del pueblo, parte de sus territorios fueron fraccionados en lotes; como si fueran espacios deshabitados.
Shapiom Noningo era adolescente cuando comenzó a notar la preocupación entre los líderes. Las exploraciones en busca de petróleo habían dañado algunas zonas del río Santiago (Kanús, en la lengua Wampís), cerca de la frontera con Ecuador. Y la construcción del oleoducto norperuano —una enorme tubería de acero que transporta crudo desde el Amazonas hasta la costa del Pacífico— congregó, poco después, a obreros de diferentes regiones del país en la selva. Cuando la obra concluyó, muchos se quedaron como agricultores y comerciantes. Pero pronto, cuenta, empezaron las invasiones.
Sus abuelos y tíos participaron en la defensa de aquellas tierras y, con el tiempo, descubrieron el resto:
—Al titular nuestro territorio, el Estado había mochado grandes extensiones de los espacios históricamente ocupados y los había dejado libres para todo tipo de concesiones—, explica el dirigente de 60 años.
Nunca —ni frente a los caucheros, ni cuando los buscadores de pieles exóticas alejaron a muchos animales silvestres— se habían sentido tan debilitados. Las tierras ancestrales resguardan sitios sagrados para los Wampís y todo cuanto los ha marcado. Allí resistieron al dominio inca y español, aprendieron a manejar los manantiales, invocar a los espíritus que garantizan las buenas cosechas e interpretar las profundidades del bosque. Perder parte de aquellas tierras era, por eso, como aceptar la extinción.
—Si queríamos subsistir como cultura y como pueblo, teníamos que unirnos para retomar la batuta de nuestro destino —dice Noningo.
* * *
Aunque ya no se internan en los cerros sagrados de la Cordillera Kampankis (Kampankiasa Murari) en busca del Waimaku o la Tarimat Pujut —visiones que tradicionalmente marcaban su destino— y, desde hace décadas, los jóvenes no se preparan para la guerra; la relación de los Wampís con la naturaleza se ha mantenido intacta. De esa armonía, creen, depende su suerte. Wrays Pérez aprendió ese principio de sus abuelos. Ellos, cuenta, nunca fueron a la universidad. Pero, como los Wampís más antiguos, entendieron que ese respeto era imprescindible para subsistir selva adentro.
Cuando él era pequeño muchas otras cosas ya habían cambiado. Con la llegada de la educación formal a la selva, entre los años ´50 y ’60, los Wampís se habían asentado en comunidades, alrededor de los ríos Santiago y Morona (Kankaim, en la lengua originaria). Pero el progreso era relativo.
A relegar sus tradiciones y su lengua ⎼no consideradas en aquellas escuelas⎼ se sumaba una creciente presión sobre el medio ambiente y, poco después, un temor conocido: la llegada de las exploraciones de petróleo, en los setenta, había revivido los abusos que sufrieron por parte de algunos grupos militares durante el conflicto limítrofe con Ecuador, en la década del cuarenta. Y, sobre todo, había puesto en peligro la tenencia de sus tierras. No eran los únicos: los awajún —un pueblo con el que comparten parte de su linaje— enfrentaban problemas similares con colonos que, muchas veces, llegaban incentivados por las autoridades.
La alianza entre estos pueblos parecía inevitable para ganar fuerza en la defensa de sus tierras. Así, a finales de los setenta, crearon el Consejo Aguaruna y Huambisa e iniciaron las demandas por el reconocimiento de los territorios originales —ocupados por estos pueblos desde hace miles de años— y de un sistema educativo y sanitario intercultural, entre otros derechos.
En esos años, las alternativas para conseguir algo así eran escasas. Pero las leyes contemplaban anexar áreas aledañas a las ya reconocidas por el Estado como parte de las comunidades. Por eso, la estrategia de la organización se centró en titular los espacios que inicialmente no habían sido contemplados en los registros oficiales. La idea era, en otras palabras, recuperar el territorio que históricamente habían ocupado de manera progresiva.
Sin embargo, eso no les permitiría titular todas las tierras de uso ancestral: la legislación dejaba fuera grandes extensiones de selva ⎼las zonas altas y los cerros sagrados, por ejemplo, no podían incluirse en los registros⎼. Por eso, en 1985 propusieron la creación de una reserva comunal, la Aguaruna y Huambisa, que para agrupar de manera integral el territorio wampís y awajún. La propuesta, sin embargo, nunca tuvo una respuesta oficial por parte del Estado.
No era la primera vez que las autoridades les daban la espalda. Pero ese menosprecio, junto a la entrega de diversas licencias a empresas petroleras en la región, propiciaron debates dentro de la Nación Wampís sobre la necesidad de una mayor autonomía.
—La conciencia de la mochadera de territorios fue creciendo y también un sentimiento como de culpa —dice Noningo.
No solo veían peligrar el legado de sus ancestros: cada vez tenían menos áreas para cazar y el futuro de los jóvenes era aún más incierto. Otros pueblos, quizás, lo hubieran asumido como un destino inevitable. Pero los wampís no: en 1992, con la creación de la Subsede del Consejo en la comunidad de Chapiza, a orillas del río Santiago, reimpulsaron sus demandas. Poco a poco, lograron titular tres comunidades y ampliar otras ya registradas. Los avances, sin embargo, no estuvieron exentos de confrontaciones con las empresas petroleras y los colonos que llegaban a la zona, además de una serie de medidas gubernamentales —como los decretos emitidos por Alan García en 2008— que ponían en jaque los derechos de los pueblos indígenas.
—Nos habíamos debilitado mucho en ese proceso de dependencia del Estado y empezamos a entender que teníamos que encontrar un camino propio.
Así, explica Noningo, en la primera década del siglo XXI se empezaron a preparar para autoproclamar la autonomía: acordaron los hitos limítrofes con sus pueblos vecinos —chapra, awajún y achuar—; recurrieron a los shuar —pueblo jíbaro del Ecuador que había iniciado un proceso similar— para entender cómo habían gestionado sus territorios; hicieron asambleas y acuerdos en las 85 comunidades de los departamentos de Amazonas y Loreto; elaboraron expedientes técnicos que justificaban la autoproclamación como pueblo originario, desde el punto de vista sociológico y jurídico —por la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de 2007, la Convención 169 de la Organización Internacional de Trabajo, la Constitución del Perú, y la ley nacional N.º 29735—; y crearon un estatuto de autonomía.
El paso final lo dieron en noviembre de 2015, con una gran cumbre de la Nación Wampís —la tercera en toda su historia—, donde proclamaron la formación del Gobierno Territorial Autónomo y la autodeterminación de su territorio: 1’327.760 hectáreas del Amazonas, ubicadas entre el río Morona y el río Santiago, en el noroeste del Perú. Una medida sin precedentes en la historia nacional, que los convirtió en el primer gobierno indígena autónomo. El mismo que, con el tiempo, se ganaría el respaldo de la Organización de las Naciones Unidas.
* * *
Cinco años después de esa decisión histórica, muchos peruanos ignoran el proceso de autonomía del pueblo originario. Entre otros —los que siguieron las escasas noticias sobre el tema en los medios de comunicación nacionales— abundan los malentendidos. Y el Estado peruano, aunque fue notificado en 2016, aún no ha hecho un pronunciamiento oficial.
—En estos años ha habido muchos interesados en confundir a la gente —dice Noningo—. Algunos, incluso, han sugerido el tema de la independencia, pero nosotros nunca hablamos en términos de soberanía.
Los wampís, de hecho, se consideran una nación peruana. Su declaración de autonomía se basó en tres ejes: la naturaleza jurídica de su nación, el reconocimiento de su territorio integral —es decir, las tierras tituladas y aquellas aún no reconocidas, pero utilizadas históricamente por sus ancestros— y la creación de un gobierno propio, para organizarse de manera interna, en coordinación con las autoridades nacionales y locales.
Para algunos de los empresarios más poderosos del país se trata de un pueblo —como otros, que hicieron frente a mineras y petroleras internacionales instaladas en el Amazonas— que se resiste al desarrollo. Pero eso, dice Noningo, es mentira.
—Queremos contribuir con el país, pero con una estrategia que valore nuestros elementos culturales y nuestro conocimiento, junto con los occidentales —explica.
Por eso, el proceso de organización interna no terminó con la cumbre de 2015, donde Wrays Pérez fue elegido presidente de la Nación Wampís. Desde entonces, detalla Noningo, han continuado las consultas internas, para construir propuestas educativas, de desarrollo económico, temas de juventud y niñez, mujer y conservación medioambiental, entre otros temas socioculturales y económicos, que esperan presentar en 2022.
—Queremos acercarnos a las autoridades nacionales con un plan propio, porque si esperamos que el Estado nos implemente hospitales o más escuelas nos vamos a pasar otros 200 años reclamando —dice.
Las dificultades que implica alcanzar una organización como esa son muchas y no suelen estar en sintonía con gobiernos empeñados en sacar adelante al país explotando el medio ambiente. Aun así, los wampís han insistido. Y en los últimos meses, con la llegada del COVID-19 a la selva peruana, la necesidad de prepararse se ha hecho más evidente:
—Esta pandemia nos ha demostrado cuán frágiles somos. Estamos tratando de asistir a nuestros enfermos, pero la medicación llega de a pocos. La provincia de Datem del Marañón no tiene ningún hospital y los médicos de las comunidades de Galilea y Candungos se han escapado por el miedo —relata Noningo.
En los últimos días de julio, algunos wampís han muerto y muchos otros están graves. Pero él sospecha que todavía no ha llegado lo peor.
—Lo que está pasando ya lo sabíamos: el Estado no iba a hacer nada si nos enfermábamos o nos pasaba algo —dice—. Por eso, tenemos que encontrar la manera de afrontar nuestros problemas.
Hallar el camino, como señala laTarimat Pujut, para una buena y larga vida. Aunque sea para las nuevas generaciones Wampís.
Ilustración: Liliana López
Fotos: Cortesía G.T.A.N Wampis
Estudió comunicación en la Universidad de Lima y recibió dos becas que le permitieron realizar los talleres de "Medio ambiente" y "Violencia" de la Fundación Nuevo Periódico Iberoamericano, dos temas que ha explorado en su trabajo durante más de diez años. El fotógrafo trabaja periódicamente con medios locales e internacionales (Wall Street Journal, Le Monde, Financial Times, El País, La Tercera, Private, Soho), para los cuales realiza reportajes. Su trabajo también ha sido exhibido en exposiciones individuales y colectivas en Lima: Centro de la Imagen, Museo de Arte Contemporáneo, Galería Ojo Ajeno, Centro Cultural Ricardo Palma, en la Somerset House en Londres, en la Bienal Argentina de Fotografía Documental o el Festival Visa Pour l'Image en Perpignan en cuatro ocasiones. Marco Garro es miembro del colectivo fotográfico peruano Supayfotos.
En la Amazonía, muchos pueblos dependen de la pesca para su alimentación. Tres Esquinas, una comunidad nativa de Loreto, es una de ellas. Allí, los pescadores —agrupados en la asociación “Los Cocodrilos”— tienen apenas cinco cochas donde crecen paiches y arahuanas. Aunque parezcan escasos, estos cuerpos de agua se han convertido en un símbolo de progreso para la comunidad: les han permitido trabajar en el Programa de Manejo Pesquero y exportar parte de su faena a China, sin alterar el equilibrio natural de las cochas. Tal como aprendieron de sus ancestros.
Alberto Chirif es un antropólogo radicado en Iquitos (Amazonía peruana), es un destacado estudioso de las culturas y pueblos indígenas, de las memorias y relaciones con los extractivismos más antiguos y recientes en un área clave para el futuro del planeta. Entre sus publicaciones más recientes se cuentan Después del Caucho (Lima 2017); Diccionario Amazónico. Voces del castellano en la selva peruana (Lima, 2016) y Pueblos Indígenas e industrias extractivas (Lima, 2011).
Periodista y editora argentina radicada en Perú. Sus textos se han publicado en medios de comunicación de Italia, Colombia, Venezuela, Brasil, Argentina y Perú. Fue subeditora de la revista Cosas y editó otras tres publicaciones del mismo grupo editorial. Participó en la antología Latinoamérica se mueve. Crónicas sobre activistas, editada por Álex Ayala (Hivos). En 2018 ganó el II Premio de Periodismo Científico del Mercosur.
No fue el primero. Pero en la relación de Alberto Chirif con la Amazonía hubo un viaje fundacional. En 1968, después de recorrer el río Marañón y convivir con las comunidades awajún del Alto Amazonas, entendió que existían sociedades distintas a la suya. Así, empezó a delinear su camino como uno de los antropólogos e investigadores más especializados en la selva peruana. Cinco décadas y una pandemia después, su vínculo con estas tierras (y su gente) sigue intacto.
La Amazonía es sinónimo de bosques, pero también de humedales y ríos. ¿Qué tan profundo es el vínculo de las comunidades con sus aguas?
El agua es importante para cualquier región. Pero en la selva baja tiene un rol fundamental. Aquí, la mayoría de los bosques están en tierras inundables. Por eso, los ríos son el principal canal de comunicación. Los ciclos de crecientes lo regulan todo. Muchos piensan que las inundaciones son una tragedia. Pero acá, no. Esas aguas ayudan a fertilizar los suelos, controlan las plagas, y renuevan la inmensa variedad de peces de los ríos; que son centrales en la alimentación de muchas comunidades indígenas.
¿Qué particularidades encontró en esos pueblos, que lo llevaron a centrar sus investigaciones en la Amazonía?
Cuando llegué, en 1968, me encontré con una realidad distinta (a la del resto del país). Con sociedades, a mi modo de ver, mucho más justas. No había burócratas ni oficinistas. Aunque tenían poco dinero, vivían bien, porque en su entorno estaba todo lo que necesitaban. Y tenían una gran sabiduría para enfrentar sus problemas. Varias de esas características ya son difíciles de encontrar porque, en los últimos años, las sociedades indígenas han sufrido muchas transformaciones. Sin embargo, aún tienen una reserva moral y organizativa que me parece muy interesante.
Las estrategias organizativas de estas comunidades es un tema que destaca a menudo. ¿Sobresale alguna especialmente?
Los sistemas de reciprocidad. Estos funcionan en dos sentidos: a través del intercambio de bienes o de servicios, y dentro de ciertos grupos establecidos por lazos de parentesco o alianzas. En el primer caso, si yo me dedico a la caza o a la pesca, dependo de una actividad azarosa. Es decir, salgo a desarrollar esa actividad, pero no sé si voy a tener resultados. Entonces, este sistema de intercambio de bienes me da cierta seguridad. Luego, está el intercambio de servicios. Supongamos que necesito tumbar unos árboles para hacer una chacra para mi familia. Las personas de mi grupo me van a apoyar en ese trabajo, confinado en que yo, al ser convocado, voy a devolver la ayuda. Ambos son mecanismos inteligentes, que permiten ordenar las relaciones y, a la vez, llegan a administrar justicia: si yo mezquino o incumplo los acuerdos, estoy cometiendo una falta grave. Y, si lo hago, voy a ser apartado del grupo y, de ahí en adelante, tendré que vérmelas solo. Lamentablemente esto, en las últimas décadas, ya se ha ido perdiendo.
¿Qué factores han dinamizado las transformaciones en esta región?
La entrada del dinero. El mercado va generando la idea de que, si tengo más dinero, voy a ser más próspero. Eso no existía en las sociedades indígenas. No había ni pobres ni ricos: solo personas que disponían del bosque, que sabían cómo hacerlo producir y beneficiarse de él. Ahí, en la naturaleza, está la única fuente real de riqueza. Viene del suelo, de los árboles, las aguas y los animales. Todo lo demás son juegos especulativos. Pero la industria está hecha para satisfacerse a sí misma, y consumimos naturaleza a unos volúmenes tremendos. Las consecuencias las vemos ahora: calentamiento global, extinción de especies, contaminación, concentración de dinero en pocas manos y la generación de una inmensa masa de gente que es cada vez más pobre; porque les han quitado lo que tenían.
¿Cómo es hoy la relación entre estas comunidades y su entorno?
Eso va cambiando en función de los territorios, pues hay zonas que están muy fragmentadas por la colonización. Ese es el caso, por ejemplo, de Satipo y Perené, que son áreas relativamente asháninkas. Ahora, con la emergencia del COVID-19, mucha gente ha regresado a sus comunidades y se ha aislado. De alguna manera, esta crisis ha generado un surgimiento de cierta solidaridad y de repensar las sociedades. Pero no creo que eso sea suficiente para dar paso a una nueva historia para las comunidades indígenas, porque los grupos poderosos del país ya se están empezando a imponer.
Ha dedicado muchos años al estudio del auge del caucho en la región. ¿Cree que ese momento histórico ha determinado, de alguna manera, la relación que todavía mantenemos con la Amazonía?
Sí, la idea de la Amazonía como un lugar para extraer recursos persiste. Y las industrias que han prevalecido en la región son extractivistas. Pasó con el caucho, luego con el Palo Rosa —un árbol que era talado para producir aceites esenciales—, con la cacería de pecaríes, nutrias, tigrillos y otorongos por sus pieles. La historia siempre se repite: se termina el recurso y se acaba el productor. Con la madera pasa lo mismo. Y, luego, están la industria petrolera y la minera, que son recursos no renovables y dejan secuelas de contaminación tremendas. Eso está probado, por ejemplo, en Madre de Dios, donde la minería ha desaparecido ríos, los peces que quedan están contaminados con mercurio, los suelos se han vuelto improductivos y los bosques se han acabado. El tema es ese: las actividades económicas que se han planteado en la Amazonía son actividades que destruyen los recursos. Y el Perú es un país que no aprende lecciones.
(La entrevista continúa en el mundo CONCRETO)
El río es la vida misma y es el mundo donde habitamos los kukama. Como pueblo nuestro territorio abarca espacios incluso más allá de lo físico, lo que convierte al río en un ser, le da personalidad, voluntad y vida propia.
Músico y compositor graduado de la carrera de Jazz y la especialidad de Composición del Conservatorio Superior Manuel de Falla (Buenos Aires, Argentina).
Se ha especializado en composición y diseño de sonido para audiovisuales.
Ha publicado dos discos. En el primero se desempeñó como intérprete (guitarras y objetos) e improvisador (Dactilar, 2017); y en el segundo como intérprete y compositor (País de Nieve, 2020).
Es profesor en la EMAD (Escuela de Música de Alto Desempeño), en Lima y ha desepeñado como tallerista en Argentina y Perú.
Gracias a este proyecto fui introducido a la bioacústica que estudia, entre otras cosas, la interacción de un conjunto de sonidos dentro de un sistema específico. Con ello busca determinar la biodiversidad de un ecosistema y el impacto ocasionado por distintos tipos de contaminación, incluyendo la sonora.
La idea de un ecosistema sonoro me resulta muy interesante. Trabajo desde hace algún tiempo con el concepto de paisaje sonoro, entendido como un conjunto de sonidos y texturas que conforman un todo organizado. La idea de ecosistema añade de manera mucho más evidente la presencia de los seres vivos que producen esos sonidos. Precisa también la idea de que cada sonido proviene de un lugar específico que puede desplazarse dentro de un espacio determinado. Esos conceptos fueron centrales para la realización de esta música.
Para trabajar cada pieza, me he centrado primero en las propiedades acústicas y artesanales de los instrumentos —en su mayoría preparados con accesorios añadidos— y objetos convencionalmente no musicales. En segundo lugar, he diseñado el sonido desde la alteración del material sonoro y las grabaciones de campo. En todo momento busqué moverme entre dos polos: la mímesis de los sonidos de la naturaleza y el contraste con ellos.
Las piezas se dividen en dos grupos. El primero marcado por la temporalidad y el segundo por el espacio.
El río es al mismo tiempo un vehículo, un contenedor y un proveedor de vida. Es lo que es igual hecho múltiple. El sonido sobrepuesto de diversas guitarras busca crear un efecto puntillista de mareas y masas en movimiento y las distorsiones lejanas del violín crean una espacialidad más amplia y de sensación de estar bajo el agua.
HERMANOS MAGIA
JUAN BRENNER
Zúngaro Tigrino, Doncella, Yaraquí. Los nombres de los peces amazónicos son tan curiosos como su fisionomía. En la región hay más de setenta especies registradas, muchas de ellas migratorias. Viajan, en otras palabras, por los ríos de la selva peruana. Pero, también, a través de Brasil, Colombia y Bolivia. Algunas ya se encuentran amenazadas por la sobrepesca y grandes obras de infraestructura, que implican dragados en los ríos. Esto, además de tener un impacto negativo en los ecosistemas, pone en riesgo la seguridad alimentaria de millones de personas que viven en la región.
Fotógrafo Colombiano, su trabajo se ha concentrado en estudiar la memoria fotográfica, el relato, la recuperación del patrimonio visual, la fotografía vernácula y la resignificación de imágenes ya hechas, imágenes de archivo. Paolo realiza proyectos pensando en la multimedialidad, la interactividad y el lenguaje editorial.
ARCHIVO WCS
Un sajino solitario, la mirada penetrante de un puma o un tigrillo buscando a su próxima presa. Las cámaras trampa nos permiten observar a especies que suelen ser esquivas para los seres humanos. En Perú, se utilizan hace más de una década y han permitido comprobar la biodivesidad de la selva amazónica.
Armadillo Gigante (Priodontes maximus)
Margay juvenil (Leopardus wiedii)
Perro de monte o perro de orejas cortas (Atelocynus microtis)
Tapir o Sachavaca (Tapirus terrestris)
Venado colorado (Mazama americana)
Puma (Puma concolor)
Añuje (Dasyprocta fuliginosa)